¿Y si hubiera pasado?
Una reflexión sobre la necesidad de proteger sanitariamente a agricultores y ganaderos.
Desde que comenzó el confinamiento, es habitual ver en periódicos, televisiones y otros medios de comunicación reportajes bucólico-pastoriles que ensalzan el esfuerzo de agricultores y ganaderos por mantener su actividad, e incluso incrementarla, a pesar del coronavirus. La prensa se acerca al campo como quien visita al pariente pobre y resignado. Unas palmaditas en la espalda, un aplauso al esfuerzo y un mensaje de ánimo más falso que una moneda de tres euros. De analizar los riesgos sanitarios en las explotaciones o el impacto económico del estado de alarma en la actividad agraria, nada de nada: «Hala, héroes, vosotros a producir. Y no se os ocurra subir los precios, que ya os damos un minuto de gloria diario en la tele».
Ese tratamiento frívolo que se da desde la mayoría de medios —y que acaba calando en la sociedad— oculta problemas que podrían presentarse a corto plazo y supondrían agravar aún más la situación general. ¿Qué pasaría si el coronavirus se extendiese, por ejemplo, entre los productores de leche? No es algo para nada descartable. Las explotaciones reciben a diario la visita de todo tipo de profesionales, que son potenciales portadores del virus: veterinarios, comerciales de alimentación o de productos fitosanitarios, técnicos, proveedores de insumos, etc. La experiencia nos enseña que, salvo incapacidad total para trabajar, el ganadero seguiría ordeñando diariamente y el cartón de leche seguiría llegando al lineal. Pero puede no ser así. Con unos precios en origen crónicamente insuficientes, los productores de leche no están por la labor de arriesgar también la salud. Ni la suya por el coronavirus, ni la de su ganado por forzar un aumento de producción. De ahí que se hayan frenado en seco las inseminaciones de vacas y se haya cortado el contacto físico con los lecheros. Aunque esas medidas de autoprotección pueden ser ineficaces.
Por ahora seguimos en lo de siempre: bajada de precios y supuesto exceso de oferta. La European Milk Board, organización que agrupa a los ganaderos lácteos europeos, señala que se está saturando el mercado por el cierre de la hostelería y por las restricciones a la actividad productiva y logística en la industria, es decir, que ahora mismo sobra leche. Por su parte, el Global Dairy Trade, referente en internet de los mercados de la leche, indica una caída del 3,9% de la cotización de los productos lácteos en todo el mundo. Finalmente, el precio de la leche en origen en Europa cayó en febrero 0,21 céntimos por cada 100 kilos; en España subió un 1,8%, pero sigue 3 euros por debajo de la media de la Unión Europea —UE—.
Estos datos chocan con las predicciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura y de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos —FAO-OCDE—, que a finales de enero auguraban una subida de precios en todo el mundo debido a la caída de la producción en un 1% —sobre todo en Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia— y a un aumento de la demanda, del 2,1% para los productos frescos y del 1,5% para los procesados. Es cierto que en el sector lácteo influyen cada vez más variables que escapan al control del ganadero y que toda previsión es inútil por estar al albur de decisiones de mercado, pero también que el impacto del coronavirus es innegable, de momento en la distribución, y ya veremos más adelante.
Pero no hay predicción ni mercado que valgan si la leche acaba faltando. Imaginemos un escenario más que posible:
Galicia produce el 45% del total de leche en España, teniendo el 50% de las granjas. El 72% de las 7000 ganaderías lácteas gallegas son de carácter familiar y de un único titular, el 22% corresponden a sociedades civiles —especialmente comunidades de bienes—, y el 6% restante se reparte entre sociedades agrarias de transformación —SAT—, con tres socios de media, y sociedades de responsabilidad limitada —SL—. Bien, con esa estructura productiva es fácil saber que el contacto interpersonal en las explotaciones es diario, continuo e intenso. Basta que un miembro de la familia, un operario contratado o un socio de la SAT se contagien para que el resto vayan detrás. Habría que ir a una cuarentena y al cese —temporal, en el mejor de los casos— de la producción de leche.
Imaginemos también que el contagio se produzca por contacto con uno de esos profesionales que visitan las granjas. Si se trata de una persona que no presenta los síntomas del COVID-19 y que, por tanto, no se va a someter a pruebas, puede extender rápidamente la enfermedad por las explotaciones que visite y transmitírselo a sus compañeros de trabajo que, a su vez, visitan otras ganaderías.
Obviamente, el parón en las granjas llevaría a un problema de salud animal por falta de ordeño y de cuidados a las vacas. Se produciría una alta mortalidad de reses y una caída en picado no solo de los precios de los animales vivos, sino también de la carne de vacuno, que tendría sobreproducción. Ante el parón de la actividad, las cisternas de leche a bajo precio llegadas de Portugal, Francia, Holanda o Alemania tendrían vía libre para entrar en España —de hecho, ya están llegando, aunque por otros motivos—. Los créditos contraídos para hacer frente a los gastos de la modernización de las explotaciones se dejarían de pagar, llegarían los embargos y, en poco tiempo, el sector quedaría reducido a la mitad o menos. O, peor todavía, los ganaderos tendrían que endeudarse aún más de lo que ya están para poder recuperar sus niveles de producción. ¿Acudiría el Gobierno —este o cualquiera— a rescatar a 14 000 explotaciones en un país de 47 millones de habitantes? Esto es poco o nada probable, y sería una buena forma de demostrar que lo de la España vaciada era solo un cuento para llenar los medios vaciados.
Como resultado final, tendríamos una producción láctea residual y reducida a pequeñas queserías u otros proyectos artesanales que tendrían que autoabastecerse. Se perdería, pues, una parte importante de nuestra soberanía alimentaria. Los cinco millones de toneladas de productos lácteos que se consumen anualmente en España se elaborarían con leche de otros países.
Parece que la combinación del confinamiento con el habitual aislamiento rural ha evitado que las cifras del COVID-19 se disparasen en el campo, y también en el sector lácteo. Toquemos madera. Pero la reacción de las Administraciones y de la sociedad en general no ha estado a la altura. Ha existido el riesgo de que se parase la producción y no se han tomado las medidas imprescindibles para protegerla. Y no nos referimos a medidas fiscales o subvenciones, sino a acciones sanitarias: solo se ha ido semanalmente por las granjas a comprobar si seguían vivos y trabajando. Además, se acerca la temporada de siembra de algunos cultivos y de recogida de otros. ¿La sociedad es consciente de que esas tareas son fundamentales para evitar el caos? No lo parece.
La pandemia ha dejado claro el error que supone concentrar toda la producción en un único lugar: China. La mano de obra casi gratuita, la inexistencia de derechos sociales y laborales y la imposibilidad de que haya huelgas o movimientos sindicales convierten al país asiático en una atracción irresistible para todas las empresas que deseen fabricar y ser competitivas. China encarna el ideal capitalista en el que todo —incluidas la vida humana y la naturaleza— se subordina al incremento del beneficio económico. Sin embargo, en cuanto ha habido necesidad de mascarillas, guantes y material sanitario en general, tanto Europa como América se han dado cuenta de que no fabricar y no producir deja a los países vendidos y sin capacidad de respuesta ante situaciones extremas.
Si hay intención de corregir este desequilibrio en el sector industrial, mucho más importante será hacerlo en el sector primario, que garantiza el acceso a la alimentación y, por tanto, a la vida. No se trata ya solo de proteger sanitariamente a agricultores y ganaderos —que tampoco se ha hecho— en este momento de pandemia, sino que es necesario dotarlos de herramientas financieras, seguridad jurídica y consideración social para que, en todo momento, su profesión esté amparada y valorada como lo que es: el instrumento que asegura nuestra supervivencia como sociedad.