Las cuentas de las lecheras (y los lecheros)
Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.
El sector lácteo, particularmente el gallego, está sumido desde hace décadas en un bucle de inversión, subidas de costes, precios estancados y olvido por parte de las Administraciones, al que ahora debemos sumar la muy preocupante teoría de que es el culpable de la destrucción medioambiental del planeta. Lejos de ponerme a lloriquear y apartando la tan manida costumbre de mis compañeros de profesión de decir «esto es lo que hay», escribo estas reflexiones, apoyadas en datos, con el único objetivo de explicar que este bucle, llamado «crisis láctea», y lo que se avecina son problemas reales que nos afectan a todos: granjeros y consumidores.
Los costes
Cada pocos meses salen a la luz datos sobre los costes de producción de un litro de leche y parece que, cuanto más se publican, más nos habituamos a estas cifras que, por lo general, bordean los cuarenta céntimos de euro. De hecho, nos hemos acostumbrado hasta tal punto que mucha gente duda de su veracidad, ya que, si los ingresos no superan los treinta y pico céntimos de euro por litro, da para pensar que esos costes son ficticios. Pues no, no lo son.
En esos cuarenta céntimos de euro van incluidos todos los gastos aplicables a cualquier granja. En lo que es una huida hacia delante, el sector crece sin cesar para aumentar la facturación, con la ilusa idea de diluir en más litros esos costes de producción, pero lo cierto es que estos van subiendo a la par del crecimiento de las granjas, como una persecución infinita.
Hace un par de décadas, o menos, el gasóleo, la electricidad, los piensos, los abonos, la mano de obra y los materiales de construcción estaban, en el peor de los casos, a mitad de precio que hoy en día. Un sencillo ejemplo de una ganadería normal: recuerdo llenar el depósito del tractor a 0,36 euros/litro… En el último pedido de combustible que he recibido este año el precio era de 1,45 euros/litro.
Solo un coste se ha puesto a nuestro favor en estos últimos años: el precio del dinero —los intereses de los créditos—. Esto ha generado la tormenta perfecta, llevando a muchas granjas a endeudarse como recurso más a mano para sobrevivir. Los disparados precios de los suministros nos afectan a todos; sin embargo, con los gastos de las granjas tocando techo, nuestro margen de maniobra es cada vez menor.
A menudo nuestros dirigentes no se refieren a nosotros como granjeros o autónomos, sino que nos llaman empresarios. Sería correcto si se cumpliese uno de los requisitos para poder serlo, que es el de transferir los costes de producción a nuestro producto, pero esto es totalmente imposible. No se dan cuenta —o no quieren darse cuenta— de que no tenemos ni el más mínimo poder de decisión sobre nuestro precio de venta; lo que cobramos por el litro de leche lo impone el comprador. Y esto nos lleva a la siguiente vuelta de este bucle: los ingresos.
Los ingresos
Hace ya más de dieciséis años que me incorporé a la granja, de la que mi madre era titular. En palabras suyas, ella cobraba la leche «a cincuenta y cinco pesetas» —equivalentes a treinta y tres céntimos de euro—. A día de hoy, yo cobro un precio base de treinta céntimos de euro por litro. Ojo a la diferencia, porque en muchas granjas esos tres céntimos de euro son la frontera entre el beneficio o la pérdida.
Si bien no es normal que en tres lustros la diferencia de ingresos haya sido a la baja —sobre todo cuando los gastos suben y suben…—, el motivo de esta bajada es sencillo y, a la vez, imposible de creer. Hasta hace muy poco, toda la legislación beneficiaba a una industria que, a pesar de poseer un gran abanico de marcas, se concentra bajo unas pocas multinacionales y alguna empresa nacional que resiste el embate de estos gigantes. Estas industrias llevan años pactando los precios de compra al productor —no lo digo yo, sino la sentencia de 2016 del Tribunal de Defensa de la Competencia—; esos pactos ilegales siempre les salen a cuenta, pues el coste de unas sanciones irrisorias no es comparable con el ahorro en la compra de leche.
Así, aunque en otros países europeos de mercados similares al nuestro el precio en origen del litro de leche supera los treinta y ocho céntimos de euro, aquí rara vez se acerca a los treinta y tres céntimos de euro. Nada nuevo en un país en el que las multinacionales campan a sus anchas mientras los pocos que quedamos y mantenemos el tejido social y productivo del rural nos fundimos cada vez más en este bucle. Un territorio rural que, por cierto, ha pasado de ser el que reciclaba el aire mundial a ser su mayor contaminante —esta tampoco es una afirmación mía, sino de esos grupos que se hacen llamar «animalistas»—.
La gran mentira
Mientras el sector lácteo se debate entre su desaparición o su transformación en macrogranjas dirigidas desde oficinas a cientos de kilómetros de distancia, la guerra mediática que se levanta contra los ganaderos en redes sociales y medios de comunicación es brutal y del todo analfabeta —en lo que se refiere a conocimiento e información sobre el sector—.
Actualmente, una vaca de leche pasa más controles médico-sanitarios que la mayoría de la población: control sanitario obligatorio, control sanitario optativo —o semiobligatorio, porque sin él quedaríamos excluidos de las subvenciones— y control veterinario exhaustivo. Una vaca enferma no produce leche, y la que no produce no es un bien sino un gasto, pero, además, lo creáis o no, queremos a nuestros animales y, por lo tanto, deseamos su bienestar.
Y qué decir de los eructos de las vacas… La contaminación «desde las ganaderías para el mundo»…, si Orwell levantara la cabeza… La emisión de metano y amoníaco en las granjas de vacuno es innegable, como sucede con cualquier ser vivo del planeta. No obstante, a diferencia del resto, las vacas generan muchos más beneficios que el de darnos uno de los alimentos nutricionalmente más completos.
En toda granja familiar se manejan fincas de las cuales las vacas comen y, si, por un lado, producen emisiones, por otro, los cultivos que se requieren para su alimentación también neutralizan gran parte de ellas y de CO2. Está más que demostrado científicamente que cualquier planta neutraliza más gases en su fase de crecimiento —nuestra hierba, nuestro maíz, etc.— que la propia Amazonía —por supuesto, hablo de neutralizar gases, no de importancia medioambiental—. En su conjunto, la ganadería es prácticamente una actividad neutra para el medio ambiente, siempre y cuando esta siga siendo familiar o, como se dice ahora, de tamaño medio —el tan aclamado como desconocido concepto de sostenibilidad—.
Pero, si los costes siguen subiendo y los precios en origen no se mueven, esta manera de trabajar cambiará: las pequeñas granjas como la mía habrán cerrado y serán otro tipo de ganaderos los que montarán sus explotaciones de veinte mil vacas. Amigos míos, estas macrogranjas sí que van a ser un problema ambiental y, por supuesto, en ese caso sí que serán empresarios y trasladarán sus costes al precio de venta.
Cuando eso ocurra, quizás la leche ya no sea un producto en continua oferta en el supermercado, sino un artículo de lujo o para gourmets. ¿Pensaréis en esto la próxima vez que os encontréis ante un lineal con litros de leche a sesenta céntimos? Si nuestro sector agropecuario deja de producir, ¿cómo será la calidad de los productos importados para abastecernos, cuánto tendremos que pagar por ellos y cuál va a ser el coste medioambiental de esas importaciones? ¿Seguís pensando que la crisis de los productores no llegará a los consumidores?