El mito griego de la primavera — Omnivoraz

El mito griego de la primavera

Mitología para mentes voraces.

Cuando el mundo aún era un fértil y eterno paraíso, los dioses caminaban por la tierra como inocentes mortales. Deméter, la diosa encargada de mantener la exuberante vegetación de aquel edén, tenía una hija, Perséfone, una de las más bellas e inmaculadas diosas que recorrían el mundo. Varios dioses intentaron cortejar a aquella belleza imperecedera, pero Deméter los apartó a todos, pues a ninguno creía digno de poseer a su hija, y nunca permitiría que nadie osase ni siquiera tocarla, excepto sus amigas inmortales o las ninfas que la acompañaban en sus paseos a menudo.

Así transcurría el tiempo y, cuanto más crecía Perséfone, Deméter más embellecía la naturaleza y propiciaba mejores cosechas, ya que la simple visión de su hija alegraba de tal manera su corazón que su propio carácter le impedía un solo día de precariedad en la Tierra.

Madre e hija eran tan felices que la fertilidad de la tierra se tornó inagotable. La humanidad levantaba templos fastuosos en honor a Deméter por su gran magnanimidad con los mortales, y el afán de la diosa llegó hasta tal punto que entre las piedras más duras de las montañas crecían fuertes naranjos que daban excelentes y sabrosos frutos.

Pero la dicha nunca es eterna. Un día en el que Perséfone se deleitaba con sus compañeras las ninfas en un campo de nomeolvides, entre risas y cantos se escuchó un pequeño ruido, como si las rocas se rompiesen con estrépito ahogado. Al instante se abrió una grieta en la tierra de la que emergió Hades, el dios del inframundo, que atrapó a la diosa rápida y sigilosamente y, con ella al hombro, desapareció por el mismo agujero por el que había aparecido, sin dejar rastro alguno. Perséfone había ido directamente al mundo de los muertos.

Deméter la buscó por todas partes; le preguntó al olivo, a la zarza y al viejo roble, pero ninguno la había visto. La desesperanzada madre se fue enervando poco a poco, mientras la naturaleza se volvía más gris y rojiza; el verde escaseaba. La diosa buscó en vano a su hija por toda la Tierra; le preguntó a los dioses y los semidioses, pero no halló más respuesta que la misma de siempre.

En el cénit de su desesperación, las plantas murieron, los árboles tiraron sus hojas y los frutos de la tierra que alimentaban a los hombres dejaron de crecer. La temperatura descendió por la falta del abrigo del verde manto y el viento se colaba entre los desnudos árboles molestando a todos los seres vivos. La naturaleza parecía exánime, como si la Tierra hubiera llegado a su fin.

En su descarnada búsqueda, Deméter se transformó en una anciana encorvada para poder caminar entre los hombres sin ser reconocida y, así, saber si le mentían cuando decían desconocer el paradero de Perséfone. En su triste vagar llegó a Eleusis, un lugar próximo al Ática, donde, haciéndose llamar Doso, fue acogida por una familia con dos hijos. La madre le pidió que cuidase de uno de ellos, Demofonte, con el que la diosa se encariñó tanto que, para convertir su carne mortal en inmortal, empezó a ungirlo con ambrosía y por las noches lo ponía sobre las brasas, hasta que una amiga de su madre lo vio sobre el fuego y lo sacó. Al interrumpir el proceso de deificación, el niño murió y Deméter volvió a apenarse por su nueva pérdida y la de la familia que tan buena acogida le había dado.

En compensación por la muerte de Demofonte, Doso enseñó el arte de la agricultura —trabajar la tierra, sembrar y cosechar— a su hermano, Triptólemo. Con el paso del tiempo, aquel niño se convirtió en un héroe y semidiós que, con los granos de trigo que Deméter le regaló, puso en práctica todo el conocimiento que había aprendido de ella y, antes de marcharse, le enseñó al padre del primer agricultor los misterios por los cuales debía purificar la tierra y las simientes, hacer los sacrificios y orar a la diosa que, aun en su gran pena, había sacado fuerzas para enseñar a los hombres a cultivar lo que una vez les había venido regalado. Este fue el comienzo de los misterios eleusinos, que nunca dejarían de celebrarse hasta que los dioses cambiaran.

El mito griego de la primavera — Omnivoraz

Después de haber enseñado a la humanidad a autoabastecerse de alimentos, Deméter continuó la búsqueda de Perséfone y encontró ayuda en la titánide Hécate, quien le dijo que debía preguntarle a Helios —el Sol—, pues, si había desaparecido de día, seguro que él tendría pistas, ya que todo lo veía. Deméter así lo hizo, y la luz del día le contestó contándole cómo había sido raptada por Hades. La diosa subió al Olimpo y le exigió a Zeus que sacase a su hija del inframundo o jamás volvería a ver un mundo colorido como antaño. El dios supremo, apenado por la tierra yerma y por ver a Deméter tan triste, envió a Hermes a buscar a Perséfone.

Al llegar al reino de Hades, Hermes les explicó la situación al dios del subsuelo y a su novia forzosa, la hija de Deméter, pero Hades se había enamorado profundamente de su víctima y esta había entablado una relación de cariño con su raptor. El dios del inframundo le dijo a Perséfone: «Eres libre de marcharte, bella entre las más bellas, pero en tu camino de vuelta a la superficie no podrás tomar ningún alimento del inframundo; si lo haces, ni siquiera Zeus podrá liberarte de la atadura con este reino». Acto seguido le ofreció una granada y se despidió de ella.

En su regreso, mientras todavía caminaban por el reino de los muertos, Perséfone abrió la granada y contó los granos de su interior; eran doce, cogió seis y se los comió. Cuando llegó a los brazos de su desesperada madre le contó lo que había hecho. Deméter, aturdida por la pena, aceptó el trato: cada año, Perséfone pasaría seis meses con su madre y otros seis con su amado.

Cuando Perséfone llegaba a los brazos de su madre, la naturaleza explotaba en fertilidad y crecimiento. La felicidad de Deméter era absoluta durante tres meses —la primavera—, pero tras ese trimestre la diosa empezaba a recordar que quedaba poco tiempo para que su hija volviera al reino de Hades y se producía un freno cada vez más marcado en la fertilidad de las plantas —el verano—. Cuando llegaba el momento de la marcha de Perséfone, el espíritu de Deméter se volvía lóbrego y el mundo se teñía de rojos, ocres y verdes apagados —el otoño—; después de tres meses sin su amada hija, abandonaba ya todas sus tareas y el mundo se volvía gris, oscuro y frío —el invierno—.

Interpretación

Quizás este sea el mito sobre la primavera más interesante, por todas sus implicaciones. Es obvio que Deméter simboliza la naturaleza, la fertilidad y su poder creador, pero solo es capaz de explotar cuando llega Perséfone, que es la primavera, el detonante para que la naturaleza acelere su ciclo y alcance su cénit. Pero Perséfone nunca habría regresado del inframundo si Helios no le hubiera dado las pistas precisas a su madre, lo que nos muestra cómo el Sol, la luz y el calor ayudan a que la primavera vuelva para hacer brotar esa naturaleza aletargada.

Por otro lado está Triptólemo, la fuerza humana en comunión con esos tres dioses: Deméter —la naturaleza—, Perséfone —la primavera— y Helios —el Sol—. Este semidiós es la agricultura, enseñada por Deméter y transmitida a la humanidad para la producción de sus propios alimentos justo antes del retorno de Perséfone. Aún hoy la mayoría de las siembras de la temporada primavera-verano se realizan justo antes de la llegada de la primavera, para que tanto Perséfone como Helios hagan su trabajo con los granos ya sembrados.

A mayores de las evidentes connotaciones agrícolas y estacionales, en este mito también vemos reflejado un hecho cotidiano: la madre que teme perder a su hija, pero que no puede evitar que acabe haciendo su vida lejos de ella —ni apartando a sus pretendientes—. A la madre le llega así el otoño de su vida, que dará paso al invierno —la vejez—, momento en el que la hija regresa para ocuparse de ella.

Estamos ante el ciclo vital de la naturaleza y el del ser humano. Una doble lección que deberíamos tener siempre presente, aún siendo más vieja que los templos de la Antigua Grecia.