Inmunidad por contacto: el ser humano, las vacas y la medicina — Omnivoraz

Inmunidad por contacto: el ser humano, las vacas y la medicina

Un artículo sobre las vacunas, o cuando de la ubre de las vacas no salió solo leche.

Actualmente todos conocemos las vacunas y para qué sirven, y casi todos sabemos cómo funcionan. Podemos hacernos una idea de lo que han supuesto para la humanidad, pero ¿cómo se logró este importante hito histórico? En este artículo recordamos y reflexionamos sobre su origen.

Durante miles de años la viruela segó la vida de millones de personas, alcanzando una tasa de mortalidad del 30% de los infectados. Fueron muchos los remedios o preparados creados para aplacar sus síntomas, intentos de cura —en su mayoría estériles— de una terrible enfermedad que por momentos permanecía latente y en otros se desarrollaba con desatada virulencia —de ahí su nombre—.

En la Inglaterra victoriana de finales del siglo xviii el campo sufría una gran despoblación. La gente se hacinaba en las ciudades atraída o empujada por la primera revolución industrial, y se vislumbraba en el horizonte una primigenia revolución proletaria, fruto del cansancio por los abusos de los grandes industriales que solo les permitían pensar en cómo sobrevivir un día más. Mientras tanto, en la verde y tranquila campiña inglesa, un polifacético médico rural vivía atareado, atendiendo a pacientes en su consulta, componiendo poemas o realizando estudios sobre la naturaleza, un ámbito en el que destacó por descubrir cómo el cuco conseguía que otros pájaros criasen a sus polluelos mediante la parasitación de otros nidos con sus huevos. Este doctor tan particular era Edward Jenner —Berkeley, 1749—.

Apasionado de su trabajo y gran observador de su entorno, se percató de que las mujeres que ordeñaban a las vacas no tenían marcas de viruela en la cara. Para indagar por qué, conversó con una de esas mujeres, Sarah Nelmes, quien le desveló que tanto ella como sus compañeras sabían qué hacer para no contraer la enfermedad. Jenner, estupefacto, preguntó cómo era posible. Ella le explicó que algunas vacas también tenían pústulas del virus en sus pezones y que, al detectarlas, se turnaban para ordeñarlas. De este modo todas tenían en sus manos las mismas pústulas que el ganado, lo que las mantenía a salvo en los brotes de la viruela humana. El doctor, incrédulo, pidió pruebas, y Sarah le llevó a ver una de esas vacas, Blossom. El doctor caviló sobre esto durante días, y pronto empezó a trabajar.

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Edward Jenner, el médico rural, poeta y naturalista, había descubierto la manera de inmunizar al ser humano contra la viruela, convirtiéndose en el creador de la primera «vacuna» de la historia.

En 1796, Edward Jenner decidió pasar de la teoría a la práctica. Extrajo pus de las ampollas de Blossom que contenían la viruela bovina y, una vez diluido, se lo inoculó a un niño completamente sano, James Phipps, el hijo de su jardinero, que pasaría a la historia como el primer vacunado. El cuerpo de James reaccionó con unas leves fiebres. El médico inyectó el germen al niño por segunda vez, pero en esta ocasión no mostró ningún síntoma. Jenner esperó acontecimientos, seguro de su trabajo previo, y pudo comprobar los resultados cuando una prima de James enfermó de viruela. El doctor juntó a ambos niños en la misma cama, forzando el contagio, y observó que, mientras ella sufría todas las inclemencias de este virus potencialmente letal, él solo tenía fiebre.

Edward Jenner, el médico rural, poeta y naturalista, había descubierto la manera de inmunizar al ser humano contra la viruela, convirtiéndose en el creador de la primera «vacuna» de la historia —denominada así en honor a Blossom, la vaca de la que procedía—, y del protocolo por el cual se desarrollarían posteriormente otras muchas. Compartió gratuitamente sus hallazgos con la comunidad científica y, años más tarde, Louis Pasteur acuñaría el término «vacunación» —para referirse a cualquier inoculación inmunitaria— en honor al doctor Jenner.

En un principio la expansión de la vacuna fue lenta, pues mantener vivo el virus no era tarea fácil —no existían los frigoríficos—. En Italia se intentó expandir, con cierto éxito, llevando animales infectados de viruela bovina de pueblo en pueblo, pero no era un método completamente efectivo porque, cuando las vacas se curaban, había que esperar una nueva infección. Sin embargo, todo cambió cuando entró en España, a través de Cataluña, en el año 1800. El médico Francisco Javier de Balmis —Alicante, 1753— fue el primer español en traducir el libro donde se detallaba el procedimiento por el cual se realizaba la vacunación, y pronto se convirtió en el máximo experto. Después de vacunar y difundir el proceso por el país, el rey Carlos IV le encargó hacer lo mismo con las colonias españolas en América y Asia. Edward Jenner ya había demostrado que era posible transmitir la vacuna eficazmente de persona a persona —no solo directamente de las vacas—, así que Balmis ideó una peculiar manera de llevarla viva hasta esos territorios: inocularla a niños huérfanos —que debían estar libres de viruela humana— en España, transportarlos a las colonias y, una vez allí, usar su sangre para vacunar a otras personas. Para ello «reclutó» a veintidós pequeños de entre tres y nueve años. Seis de ellos procedían de La Casa de los Desamparados de Madrid, once del Hospital de la Caridad de A Coruña, y cinco de Santiago de Compostela. La vacuna se transmitía de uno a otro cada diez días para mantener vivo el germen.

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Este descubrimiento es una muestra más de la histórica y necesaria interconexión del ser humano con el entorno que le rodea.

El 30 de noviembre de 1803 el navío María Pita zarpó del puerto de A Coruña con los veintidós niños, Francisco Javier de Balmis, su equipo médico y la fundamental Isabel Zendal Gómez —Ordes, A Coruña, 1771—, enfermera y rectora del orfanato Casa de Expósitos de A Coruña, que se encargaría de cuidar a las criaturas, entre las que se encontraba su propio hijo. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, conocida como «Expedición Balmis», se dividió entre el norte y el sur de las provincias de ultramar, en las cuales se recogieron nuevos niños para repetir el proceso iniciado en España. Se consiguió llevar la vacuna a las Islas Canarias, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Nueva España, Filipinas y China —donde, tras haberle sido concedido el permiso solicitado para adentrarse en ese territorio, se vacunó a la población hasta llegar a Cantón—. En su regreso a España, el doctor Balmis se detuvo en la Isla Santa Elena y, a pesar de la guerra entre ambos países, convenció a las autoridades británicas para efectuar la vacunación. El método ideado por el médico español se replicó con éxito en el resto del mundo.

Toda una odisea en pos de la salud mundial que, aunque a día de hoy hay a quien puede resultarle moralmente cuestionable por la implicación de niños huérfanos, en su momento supuso la salvación de una muerte segura para millones de personas. Su relevancia ha alcanzado también la literatura y el cine, donde podemos encontrar diversas obras cuyo tema central gira en torno a esta expedición, entre otras Saving de world —Julia Álvarez, 2006—, Ángeles custodios —Almudena de Arteaga, 2010—, novela en la que se basa la película de TVE 22 ángeles —Miguel Bardem, 2016—, o Los héroes olvidados —Antonio Villanueva Edo, 2011—.

La erradicación de la viruela, así como la cura de tantas otras enfermedades, no habría sido posible sin los hallazgos y las contribuciones de Edward Jenner, Sarah Nelmes, James Phipps, Francisco Javier de Balmis, el equipo médico, Isabel Zendal y los niños de su expedición. Pero tampoco, por supuesto, sin Blossom. Este descubrimiento es una muestra más de la histórica y necesaria interconexión del ser humano con el entorno que le rodea: los animales, la naturaleza y sus congéneres. Si la inmunidad se logra a través del contacto, reflexionemos sobre el alejamiento del medio al que nos dirigimos y que, según los estudios, eleva el número de enfermedades y alergias. Por el camino por el que vamos, de aislamiento tecnológico, de desaparición de la convivencia en comunidad o de destrucción de los modos tradicionales de producción —familiares y de autoabastecimiento—, relegaremos al olvido todo lo aprendido durante miles de años para construir una sociedad hormigonada que encuentra en las urbanas zonas verdes un autoengaño de su interacción con la tierra, y que cuestiona la importancia y utilidad de un hito sanitario como las vacunas.