Una crónica veterinaria de Eneko Jetxanoff.
Me acercaba a Fonso y su apariencia, aceptable en la distancia, se marchitaba paso a paso, a medida que la cercanía me permitía apreciar el implacable paso del tiempo en su rostro. Gruesos y profundos surcos rayaban su cara. Su cabello, negro azabache dos metros antes, era más bien una grotesca masa de hebras y tinte barato, aplicado en grandes cantidades y sin aclarar, que le cubría también la piel de las sienes y parte de la frente. Le alcancé y me dispuse a estrechar la mano que me extendía, oscurecida por el barro, los excrementos de vaca resecados y las larguísimas uñas de luto cerrado. Sonreía con una blanquísima sonrisa apuntalada por una funda dental.