Amador Arias: «O que arde es una película hecha con mucho amor, pero también con mucho dolor»
Un reportaje con Amador Arias, protagonista de la película O que arde (Lo que arde).
Con ocasión del preestreno de O que arde (Lo que arde) en Navia de Suarna —Lugo—, hemos tenido la oportunidad de conocer un poco más a su protagonista masculino, Amador Arias, y su experiencia cinematográfica de la mano de Oliver Laxe. Si crees en la casualidad, podrás pensar que esta es la palabra que define nuestro encuentro con el actor en el que, mientras coge un cigarro, comparte con nosotros la anécdota de cómo su mechero «de gasofa de la de ahora» se encendió solo al caer de pie en el suelo cuando lo sacó del bolsillo. Pero en Omnivoraz no creemos en la casualidad, y comprendemos que todo comenzó como debía ser: con fuego. Sentados en unas escaleras al lado de la plaza del pueblo, en la que ya se arremolinaban el público y la prensa asistente al evento, mantuvimos con él una distendida conversación que resultó ser todo un making of del filme.
Amador viste las mismas botas y boina negras que llevaba cuando se presentó al casting. No esperaba ser seleccionado, por lo que decidió presentarse el último día, a última hora, con el único interés de conocer al cineasta y «saber qué era lo que pensaba hacer en Navia», donde él trabajó durante casi cinco años como vigilante de recursos naturales. «Hoy sé que aquel día, al llevar un minuto delante de él, Oliver estaba nervioso, porque vio lo que quería». Después de haber visto alrededor de 3500 candidatos, el director ya tenía actor protagonista, y era de A Fonsagrada. Para Arias, su primera experiencia en el cine fue «única, fantástica, y trabajar con Oliver, una virguería. Casamos desde el primer momento».
A pesar de haberse marchado muy joven a estudiar fuera, Amador mantuvo el contacto con el rural, donde nació. No mira hacia otro lado cuando le preguntamos si con O que arde (Lo que arde) se pone en evidencia la situación de esa parte de Galicia, malherida, agónica: «Sí, totalmente. Es una película hecha con mucho amor, pero también con mucho dolor. Te produce dolor, y a Oliver aún más que a mí, porque estar esperando a que haya un incendio para filmar algo que odias que exista es una contradicción y, aparte, tienes que meterte en ella». Literalmente. El equipo de rodaje tuvo que prepararse como los brigadistas y esperar en el coche a que se diese la tan fatídica como anhelada oportunidad: «Inicialmente Oliver pensaba que era imposible todo cuanto le contábamos de los problemas que hay aquí para meterse en un incendio: tienes que tener un coche, hacer una brigada, pasar los reconocimientos médicos y aprobar un examen. Después, si logras todo eso, te dan la ropa y el equipo y pasas a estar en el retén hasta que te llamen, y entonces tienes que apagar fuego. Una vez que esté controlado, es cuando puedes dedicarte a filmarlo, pues toda la responsabilidad de lo que te pase recae sobre el jefe de extinción».
«A Santiago —donde está la sede de la Xunta de Galicia— no llega nada, no se enteran de lo que pasa en el rural».
El actor está convencido de que «todos somos culpables» de la presencia del fuego en nuestros montes: «deberíamos olvidarnos de las “políticas de corral”, que son las alcaldías, porque no sé cómo nos arreglamos pero la única persona que no pondrías de alcalde es la que siempre resulta elegida para el cargo».
Para Amador Arias, la dejadez que está sufriendo el rural no depende solo de la falta de visión de las Administraciones, sino también de la ausencia de iniciativa de los propios habitantes: «A Santiago —donde está la sede de la Xunta de Galicia— no llega nada, no se enteran de lo que pasa en el rural. Es una carencia de infraestructura que tienen todos los gobiernos, sean del partido que sean. Parece que gobernar es muy sencillo, pero es complicadísimo, porque las capas intermedias son las que van a encubrir. Su trabajo, cuando los altos cargos vienen de visita a estas zonas, es traerlos por la mejor carretera, no por los caminos que los demás tenemos que soportar diariamente. Esto los aleja de la realidad, saben que hay carencias, pero no aterradoras. Es una herencia que tienen. Así que el truco es invitar personalmente a uno de esos personajes y llevarlo por esos caminos, porque si ve eso va a actuar. No cuesta, pero no se hace. Alguien que tenga acceso a él tiene que rebajarse y conseguir que venga, sin que nadie más lo sepa, ni la prensa, para poder manejar la situación. Hay que huir de las alcaldías y de las provincias, que están siempre por medio, de lo contrario no se consigue nada». La rotundidad con la que hace esta afirmación nace de la propia experiencia: «En A Fonsagrada hicimos una jugada de estas. Zapatero vino a visitar la zona y nos concedió una carretera para reducir el tráfico y el paso de los camiones por el pueblo, pero desde entonces hasta hoy los vecinos siguen discutiendo por qué fincas pasa, y seguimos sin ella».
«En O que arde (Lo que arde) están presentes la fe, los sueños, las creencias religiosas y mucho amor».
Como protagonista, Amador nos hace su propia reseña del filme que le llevó a la gran pantalla:
«La película tiene muchas capas. Está hecha de cosas muy simples, muy sencillas, con las que se ha intentado explicar actos muy complejos, la complejidad del rural, lo pobre que es, pero, al mismo tiempo, también rico. Benedicta y yo somos muy pobres, pero en nuestra pobreza somos los más ricos. Además, es la tierra de Oliver, la de sus antepasados, y se respetó el idioma de estas montañas, que es un poco distinto, sobre todo en la pronunciación.
En O que arde (Lo que arde) están presentes la fe, los sueños, las creencias religiosas y mucho amor. Amor entre madre e hijo, de ellos hacia sus animales, y entre los distintos animales. Además, está el supuesto de que surja el amor entre Amador Coro y Elena, la veterinaria, porque ella no conoce su vida y le habla con normalidad, sin insultarlo, y esto llega porque se lastima una vaca y la cuidan. Pero la película también tiene la cólera que tenemos los gallegos, de eso que te duele, que te quema por dentro. Esto se ve en los vecinos. No es normal que te peguen, y a Amador Coro le pegan. Es como si fuese alguien de quien te pudieses mofar, amistosamente, sin que pase nada. Él no se enfada, mira para otro lado, pero tampoco quiere saber nada de ellos.
Amador y Benedicta, sus tres vacas y su perra encarnan esa tradición lenta y paulatina que está ahí todos los días, y los vecinos van a otro ritmo. Por otra parte, Amador tampoco entiende muy bien para qué trabajan tanto en algo que, considera, no les va a servir para nada, porque la solución no es que te den algo, o que te subvencionen, sino vivir con dignidad, que puedas tener luz eléctrica y una calefacción. En la película, por ejemplo, hay dos fuegos: uno que es calor, que es comida, y en el que puedes incluso quemar unos rastrojos, y otro que es el incendio, un acto terrorífico».
Arias nos revela que la realización de la película fue «muy dialogada, continuamente», pues visualizaban cada escena después de rodarla, asegurando así cada paso que daban. Cuando le preguntamos si contaba con que el filme tuviese la repercusión que está teniendo, descubrimos que esto no le sorprendió: «Ahí todo el mundo se ríe. Afronté hacer la película de la mejor manera posible, como siempre que hago algo en la vida, llevase premios o no. Ahora bien, ¿que nos aseguramos de que nuestra película valiese para ir a Cannes? Sí, aseguramos todo muchísimo. Hicimos una película para ir a Cannes (risas). Desde que dimos el primer paso, sabíamos cómo tenían que hacerse las cosas. Hicimos cuatro películas, y se presentó una».
Pero para alcanzar el galardonado resultado no fue todo un camino de rosas: «A veces quieres hacer algo determinado y, cuando lo ves tranquilamente, te das cuenta de que lo que se filmó ese día no vale. De hecho, hubo una semana de trabajo perdida, para Oliver no valió. Y cuanto más cerca está el final, más te aprieta, entonces también empiezas a saltarte cositas. La tercera vez que vi la película en el cine, en San Sebastián, estuve observando exclusivamente a los actores y vi que, en la época de verano, ni Benedicta ni yo estábamos tan concentrados en lo que realmente queríamos, porque los días eran más largos y eso implicaba alargar el trabajo. Además, al pasar el invierno, que es lo duro, estábamos algo más relajados. ¡Soy muy crítico, eh! ¡Criticar es muy fácil! ¡Y gratis! (risas)
Para el fonsagradino, prepararse para este papel supuso tener que hacer un ejercicio de retorno a lo aprendido en su infancia: «Tuve que despertar al niño, todo cuanto recordaba, cómo se hacía con las vacas y el resto de las cosas que ya estaban muy lejos. Esa parte de mi vida en el rural sí me valió para la película». De hecho, se hizo cargo de las que serían las vacas de Benedicta y Amador Coro una semana antes de empezar el rodaje, para que se acostumbrasen a él, pues en esta zona son salvajes —viven libres en los montes—: «Les fui dando de comer, y las soltaba y las guardaba tantas veces al día que llegó un momento en el que ya eran mías».
Aunque repetiría experiencia con Oliver Laxe, afirma entre risas que preferiría «otra más asequible», puesto que también tuvo sus contratiempos durante el rodaje, como en la escena en que la vaca queda atrapada en la poza: «Lo que no sabíamos la vaca ni yo era que en medio de la poza había una piedra enorme, ella resbaló y se cayó. Mi pierna quedó por medio y se agujereó hasta el hueso. La vaca se levantó y yo acabé en el hospital».
Pero esta no fue la única «marca» que le quedó a Amador Arias de su primer paso por el cine: «En inverno me mordió un murciélago. Hay unos pequeños, como esta colilla pero un poco más gorditos, que tienen dos dientecitos con los que te hacen una mordedura cuadrada».
«Oliver Laxe parece un hombre bendecido. Al trabajar con él la gente se vuelve muy agradable, no hay ningún problema con nadie».
A Amador participar en O que arde (Lo que arde) le aportó «saber muchísimo de cine», y habla con cariño y admiración tanto de Mauro Herce —director de fotografía— como del director del filme, con quien dice que el aprendizaje fue mutuo: «Yo aprendí continuamente de Oliver, y sigo aprendiendo, y él de mí. Es algo que tenemos que nos encanta. Parece que, como él dice, “somos interminables”, nunca nos acabamos de saber, de conocer».
Afirma que también le sorprendió mucho el equipo: «Juntar a cuarenta personas que puedan trabajar en el barro o en la nieve sin quejarse, y que todo el mundo tenga una sonrisa, hace que te preguntes: ¿pero esto cómo es posible?».
Del rodaje destaca precisamente eso, el buen ambiente de trabajo, algo que atribuye a Oliver Laxe: «Parece un hombre bendecido. Al trabajar con él la gente se vuelve muy agradable, no hay ningún problema con nadie, absolutamente nada. Fue todo una preciosidad, una atención continua».
Ya se encienden las luces del photocall y llaman a Amador, que se levanta lentamente, sin prisa. Se despide de nosotros con una sonrisa —que se refleja también en sus cristalinos ojos azules—, y la mayor de las amabilidades que uno puede esperar de una persona que está inmersa en semejante ir y venir de gente ansiosa por conocerla.
—¿Tienes fuego?
—Hoy traigo fuego.