«El rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae» — Oliver Laxe — Omnivoraz

Oliver Laxe: «El rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae»

Una entrevista a Oliver Laxe, cineasta.

Sin duda, para nosotros Oliver Laxe —París, 1982— es el cineasta gallego del momento —y posiblemente del futuro—. El pasado mes de mayo ocupó las páginas de los medios de todo el país con su tercer largometraje, O que arde (Lo que arde), al ser doblemente galardonado en el 72.º Festival Internacional de Cine de Cannes con el Premio del Jurado y el Premio a la Mejor Creación Sonora de la sección Un Certain Regard —Una Cierta Mirada—, siendo además el primero en lengua gallega proyectado en el festival francés.

Con este reconocimiento Laxe se convirtió en uno de los cineastas españoles, junto a Víctor Erice, seleccionados en Cannes con sus tres primeras obras y el único en ser premiado por todas ellas —Premio FIPRESCI de la Quincena de los Realizadores en 2010 por Todos vós sodes capitáns (Todos vosotros sois capitanes), y Gran Premio de la Semana de la Crítica en 2016 por Mimosas—. El filme, rodado en Os Ancares —Lugo—, la tierra de sus padres, también obtuvo el IX Premio San Sebastián-Gipuzkoa Film Commission en la Sección Perlak —Perlas— del 67.º Festival de Cine de San Sebastián, y fue seleccionado en otros festivales internacionales como el de Toronto, Nueva York o Karlovy Vary. O que arde (Lo que arde) se estrena en las salas de cine el próximo 11 de octubre.

Recién llegado del País Vasco, y dos días antes del preestreno en la 16.ª edición del Festival Internacional de Cine Curtocircuíto —una sesión especial que logró el lleno absoluto del Teatro Principal de Santiago de Compostela—, el director se reunió con sus vecinos, muchos de ellos participantes en la película, en Navia de Suarna —Lugo—, para presentársela en un cine otoñal al aire libre organizado en la plaza del pueblo, y en el que se sucedieron los mutuos agradecimientos.

Conocedores del arraigado vínculo que lo une a estas tierras, quisimos aprovechar esta ocasión única para hablar con Oliver de esa parte gallega y rural que envuelve al cineasta y su trabajo, y saber un poco más del proyecto que pretende llevar a cabo en su casa familiar en Vilela —Navia de Suarna, Lugo— para impulsar el desarrollo de la comarca.

¿Como sería Oliver sin haber tenido contacto con Vilela? ¿Qué crees que te aportó, personal y profesionalmente?

¡Siempre lo pienso! Creo que me enraizó. Lo veo en mucha gente que no tiene aldea, o que no estuvo en contacto con algo tan esencialmente destilado. Todos esos valores, sobre todo la posición del ego, la humildad y la aceptación. Y que siempre lo digo, positivamente: yo viví la Edad Media, ¡con mi edad! Cuando pienso que sería de mí si estuviera en París, creo que tendría muchísimo más desarraigo.

¿Tu cine sería el mismo?

No. Aunque no me gusta mucho imaginarme esas cosas, porque el mundo está bien hecho y las decisiones eran inevitables. Soy determinista, tengo el determinismo del campo. Las cosas tenían que ser así y no me paro a pensar «qué habría pasado se hubiera…». Esos son pensamientos que no hay en el campo, no hay tiempo para ellos. Así que esto es lo que me tocó, y perfecto, pero, si hago el ejercicio y pienso, supongo que sería más desarraigado. En París eso se ve en la producción artística, el infantilismo es atroz. Esa aparente falta de sufrimiento es lo que hace que cuando este llega no sean nobles, no tengan esa dureza, ni mueran con dignidad.

Tú hablas de la dicotomía entre «cine con alma» y «cine desalmado», más que comercial y de autor. ¿Es más fácil hacer cine con alma en el rural?

Sí, claro. Es muy difícil hacer una película sin alma aquí, hay que ser verdaderamente muy cazurro, tener la esencia muy deshecha, muy velada.

«El rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae» — Oliver Laxe — Omnivoraz

«Quiero hacer del pasado el presente e ir a mi esencia. Vilela es el sitio donde creo que puedo crecer más».

Hijo de emigrantes gallegos, viviste entre Francia y Os Ancares. ¿Una vez conocida esta tierra, es la ausencia la que crea la necesidad de volver a ella?

Esa distancia que sufres en la emigración es dura, porque eres extranjero allí y aquí. A mí me vino bien porque también es la del artista, te permite viajar, y yo siempre la asumí, nunca fui turista sino viajero. Sin embargo, fue duro marchar de París, fue una fractura también en la familia. Vivíamos en un barrio muy chulo cerca del Bois de Boulogne y estábamos bien allá. Desde luego, la fascinación de vivir en este espacio, los olores, el trabajo del campo, los animales, jugó un papel importante.

Ahora quiero hacer del pasado el presente e ir a mi esencia. Quiero verdad en mi vida. Tengo la fortuna de hacer un trabajo que es permanente observación de uno mismo, de emplear las herramientas del arte para explorar tu esencia, para conectarte con ella. Entonces, de manera muy natural y orgánica, mi trabajo me lleva a la raíz, allí donde creo que mi desarrollo interior va a ser más fructífero. Esto es una pura cuestión de supervivencia, o de egoísmo, es decir, Vilela es el sitio donde creo que puedo crecer más. Tengo mucha sensibilidad y energía de aquí, soy fuerte. Es una energía por la que no me llega el mundo, el ordenador no es capaz de transformarla, al contrario, me atrofia. Por eso tengo ganas de tener como reto ocuparnos de este valle. Se dice de Galicia que es «el país de los mil ríos», y no sé cuántos valles hay, pero si un gallego se ocupara de cada uno de esos valles…

Nos sorprende que cuando hablas de ese proyecto personal en pleno rural nadie profundice en el asunto. Nosotros sí tenemos curiosidad por conocer esa iniciativa que te tiene tan ilusionado. Cuéntanos en qué consiste y cuándo tienes previsto empezar.

El proyecto es crear una granja pedagógica, o centro de terapias, aún no sé muy bien cómo definirlo. Se llevará a cabo en mi casa familiar en Vilela, y comenzaremos las obras en 2020 para preparar dos salas multifuncionales, en las que se realizarán las actividades.

El objetivo es motivar a la gente para que trabaje y se enraíce. Nuestra sociedad está fundamentada en la teoría de que el saber da el ser. Estudiamos, acumulamos información, un conocimiento que es únicamente externo, nunca interno, y cuando hay curvas, una crisis, a la gente no le sirven para nada las carreras. Este es precisamente uno de los fracasos del mito del progreso, de la modernidad. Realmente es el ser el que da el saber, es el estar el que, secretamente, te da una mirada, un conocimiento, unos valores.

Por lo tanto, pedagógicamente lo que queremos es invitar a la gente a aprender a trabajar, a sacrificarse. Esta es una palabra que me encanta, sacrificio, «hacerse sagrado», y que también está muy denostada por el progreso. Toda esta gente del rural era sagrada, eran santos, obviamente con sus atrofias, sus egos, etc. No idealizo el campo, pero el sacrificio es la herramienta que tenemos para evolucionar, para crecer.

Por supuesto, además de la inversión simbólica, también queremos hacer cosas tangibles importantes, como asentar población. A ver si con el tiempo logramos dinamizar la zona creando algunas sinergias económicas, por ejemplo, con la miel, la castaña, la madera o la artesanía. Mi ilusión sería que la gente comprara las casas que hay en mi aldea y se pudieran rehabilitar. Veo que muchos de los ganaderos que están allí no tienen hijos, y ahora la cosa está bien, pero me preocupa lo que pueda pasar dentro de algunos años. Igualmente, si aquí hay trabajo, posibilidad de proyectos y capacidad de innovación, veo tanta riqueza y tanto futuro…

Pueden llamarme idealista, pero lo que siempre me dicen antes de comenzar mis proyectos es que los acabo haciendo (risas). Es la fe de que cuando tú imaginas el mundo lo creas, y podemos cambiar las cosas poco a poco.

¿Y ya tienes pensado un nombre?

Todavía lo estoy pensando. Lo que entendemos por innovación me llevaría a llamarle algo así como «Centro de Terapias Comunitario y Pedagógico Ser» —por el río Ser, afluente del Navia que pasa por Vilela—, pero realmente creo que no hay nada más innovador, ni terapéutico, que darle el nombre de la casa, donde hay un linaje, el pan se hace de una determinada manera, etc. A mi abuelo le llamaban Quindós, y Quindous es un nombre que me gusta.

¿Cómo se va a estructurar?

El proyecto se va a asentar sobre cuatro pilares. En primer lugar, los talleres de creación, relacionados con la artesanía, la gastronomía y las artes, como el cine o la poesía. Tenemos pensado traer a personas relevantes en esos ámbitos para hablar del linaje, de la relación con sus maestros, con esa persona de referencia que los transformó en la vida —un artista, un padre—. También talleres vinculados al agro, a lo material: piedra, pan, poda y enjertos de castaños, apicultura, etc. El tercer pilar serán los talleres de terapia, actividades para el desarrollo interior: psicología, apiterapia, retiros de nutricionismo, macrobiótica, etc. Y, por último, la «Butaca rural», a modo de cineclub, con una programación de películas pensadas especialmente para los vecinos y que sirvan de excusa para reunirse.

Por la parte económica, se trata de un proyecto sin ánimo de lucro, por lo que debe autofinanciarse. En principio todas las actividades serán gratuitas para la gente de la comarca, y los de fuera deberán pagar una matrícula. Aquellos que no puedan, o les resulte caro, lo que pueden hacer es trabajar en la granja.

Se trata de cultivar el ser y que revierta positivamente en la zona. Yo soy «marca Ancares», es decir, quiero llevar a cabo actividades encaminadas a la sensibilización y la visibilidad por la propia poética y radicalismo de que alguien de la cultura dé ese paso, puesto que este proyecto implica frenar un poco mi relación con el cine.

«El rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae» — Oliver Laxe — Omnivoraz

«Se habla de cambiar el mundo y este lo único que quiere de nosotros es que seamos felices, pero para eso tienes que conectarte con tu esencia».

Al hilo de ese radicalismo, ¿crees que el mundo de la cultura te perdonará?

Muchos no sé… Todos venimos a servir a este mundo, pero ¿cuál es nuestra misión? Esa es una de las preguntas que cada ser humano tiene que hacerse, y yo siempre tengo dudas. No sé si es hacer películas o, a lo mejor, es hacer una crema de castañas. ¡O rezar! Meditar allí, en el río Ser, en ese espejo del alma. Hay muchas maneras de servir, y eso es lo importante.

Se habla de cambiar el mundo y este lo único que quiere de nosotros es que seamos felices, pero para eso tienes que conectarte con tu esencia. ¡Ojo! Venimos a dar amor. De alguna manera, yo seré una persona más sana y, por lo tanto, daré más amor a la gente que me rodea, que es la importante. Tengo que tener cuidado porque me muevo mucho en la «cultura del proyecto», ambiciosa y de estos tiempos, cuando lo cierto es que la felicidad, la autorrealización, muchas veces no está ligada al ruido de esa cultura. Debo medir bien eso.

¿Por qué lo haces? ¿Sientes la presión de los antepasados? Es decir, ¿es importante para ti no solo por lo que supone cara al futuro, el desarrollo de Vilela, sino también como un compromiso con el pasado? ¿Crees que, de algún modo, se lo debes?

Sí, claro. Pienso que una persona, para ser sana emocionalmente, tiene que honrar a sus padres, a los ancestros. Pese a que a lo mejor fue duro, o hubo algunos desequilibrios, hay que hacer un ejercicio de agradecimiento. Traernos a este mundo, que para mí es un paraíso, con todas sus contradicciones y paradojas, ya es suficiente mérito como para agradecérselo.

Pero, además de esa necesidad de honrar a los antepasados, insisto, también quiero vivir en el espacio en el que más libre me pueda hacer. Yo vengo aquí en busca de libertad, de la profunda, no de la de las ciudades y de la modernidad, que nos hace ser presos de los deseos y no libres precisamente.

«Hablo del holocausto del rural porque, obviamente, sí que hay una dejadez, un menosprecio del rural».

Con O que arde (Lo que arde) se pone el foco de atención en la agónica situación del rural gallego, en su realidad. ¿Se está convirtiendo en un intencionado campo de exterminio también cultural —modos de vida y lengua—?

El relato no es tan crepuscular, pero la intención sí que era defender, dignificar o legitimar a estos dos resistentes —Amador y Benedicta— y sus valores. Es cierto que el rural se está exterminando, no sé si tanto intencionadamente sino que más bien creo que esto deriva de esos procesos de modernización, secularización y desacralización del mundo, y estamos hablando de siglos y siglos. Un mundo desprovisto de lo sagrado y de una filosofía estoica. Un mundo relativista, no determinista, que no siente o cree que hay un más allá, otro mundo de formas sutiles o espirituales, además de las materiales. La angustia que genera esa falta de fe, de creencia, hace que valores como el dolor, el sufrimiento o el sacrificio estén denostados, al igual que el compromiso o la integridad. La gente no quiere sufrir.

Yo hablo del holocausto del rural porque, obviamente, sí que hay una dejadez, un menosprecio del rural, una aportación puramente estadística en la desaparición de los servicios. Del mismo modo, pienso que, para que el rural vuelva a tener los equilibrios de antes, el mundo va a necesitar un nuevo recentramiento ontológico. Tiene que suceder algo para que se vuelva a sacralizar, para que en la mirada, en la conciencia y en la sensibilidad del ser humano vuelvan esos valores. Todas las vueltas que estamos haciendo al rural, o por lo menos yo, no son totalmente estructuradas. A ver hasta dónde llega mi relación con el valle a nivel agrario, hasta dónde el propio espacio es autosuficiente, para no tener que recurrir siempre a fondos de fuera o a las propias matrículas. De hecho, mi proyecto no me parece que sea una fórmula de futuro, es una más, paralela e importante, pero tiene que ser una relación más cercana con la tierra. Tiene que producir, y hay que vivir de ella.

¿Crees realmente que todos somos igual de culpables de lo que tú calificas de «holocausto» del rural?

No me gusta hablar de culpabilidad, siempre lo podremos hacer mejor. El ser humano es una máquina de generar amor y servicio infinita, así que siempre podemos dar más. Claro, cada uno tiene que dar lo que pueda, a su nivel.

¿Ahí qué lugar ocupa entonces la responsabilidad administrativa sobre la ordenación del territorio?

¡Ah! ¡Mucha! Falta visión, claro, y falta también una sociedad que guíe, que inspire. Se retroalimentan, pero obviamente falta romanticismo, falta fe. Por ejemplo, en el cine cambiamos la realidad. Antes de que empezásemos a trabajar un grupo de cineastas, la situación era desoladora, tanto lo que se hacía como la posición de la Administración. Sí que por su parte hubo algunas ideas innovadoras, como la Axencia Audiovisual Galega o la AGADIC —Axencia Galega das Industrias Culturais—, pero creo que invertimos toda nuestra energía en trabajar, en hacer buenos proyectos, y los propios cineastas obligamos a las instituciones a seguirnos, sobre todo cuando tenemos premios internacionales, cuando fuera reconocen que lo que estamos haciendo en Galicia es único. En el cine gallego hay más innovación, somos referenciales para el resto de España, hegemónicos por talento y visión, pero sobre todo por capacidad de trabajo, y donde recaen las ayudas es en películas esenciales.

¿Falta amor?

Falta amor, sí.

¿O que arde (Lo que arde) es una muestra de amor?

Sí, del primer segundo al último, y el espectador lo siente. Evidentemente, el proyecto también surge de cierta rabia, y a veces me duele, pero sobre todo de amor. De hecho, hay tanto que intento amar a los que culparon.

¿Qué visión del rural consideras que hay en el mundo urbano? ¿Existen demasiados tópicos y están muy arraigados?

Son dos miradas diferentes, la urbana y la rural. Pese a que la mía es muy intelectual, creo que también está muy enraizada en la tradición, y una de las cosas de la película de las que más contento estoy es que la mirada es la del rural.

Hay tópicos, están arraigados, y todo nace de ese choque modernidad-tradición que evocaba antes, de una suerte de velo que tenemos en las ciudades. Aparentemente, hay menos sufrimiento para la salud en lo urbano que en lo rural, pero el que hay es psicológico, espiritual, un desarraigo profundo de consecuencias mucho peores. No hace falta más que hablar con la gente para darnos cuenta del nivel de angustias, de traumas, de neurosis que hay en las ciudades. ¡Mírame a mí! (risas)

Es curioso cómo llegamos a extremos tan contradictorios. Estamos postergándonos ante los iconos de las ciudades, esta religión del consumo y de los deseos infantiles, esta acumulación de experiencias vacuas, esta angustia, este miedo a la muerte que nos obliga a acumular esas experiencias. Y, al mismo tiempo, en paralelo, estamos juzgando que un campesino cace, o que tire el plástico o los cigarros al suelo. Claro que no me gusta cuando veo a alguno de mis vecinos deshacer el silo y dejar el plástico esparcido por ahí, o cuando después de fumar tira la colilla al suelo, en medio del monte, y la pisa. Obviamente haría lo contrario, pero no me siento legitimado ni en la obligación de decirles lo que pienso. Yo que cojo aviones, que voy a hacer mi compra a supermercados, que me doy una ducha por día. Yo que no vivo en el rural, que no trabajo para que se mantenga en equilibrio, y en cambio ellos sí están estructurando lo poco que queda del rural.

«El rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae» — Oliver Laxe — Omnivoraz

«O volvemos a tomar el trabajo como un gesto que dignifica al ser humano, que transforma su energía y que lo vincula y lo conecta con el mundo, o no hay futuro para el rural».

¿Qué opinión te merecen las decisiones políticas, o ausencia de ellas, respecto al rural y, en particular, a la producción del sector agropecuario? ¿Es cierto que en Francia existe un mayor respeto y dignificación de los agricultores y ganaderos?

Teniendo en cuenta que no conozco con detalle el sector agropecuario, veo que es una industria subvencionada. De alguna manera está dando de comer a todas esas familias, pero el problema en esta zona es que, a pesar de que son vacas de buena raza, que duermen en la propia naturaleza y comen hierba buena porque non hay contaminación, esta carne, que tiene el sello de Ternera Gallega, se está vendiendo al mismo precio que otra ternera de Castilla, que lleva el mismo sello. Esto es injusto. Además, el año pasado los ganaderos de Os Ancares fueron los últimos que cobraron las ayudas, lo cual desequilibró mucho ciertas economías.

En fin, algunos vecinos dicen que antes en Os Ancares podían vivir de las aldeas varias familias, y que ahora el equilibrio es que sea una familia la que viva de las tierras, que no da para más. No sé cuáles podrían ser las soluciones. Me fijo en iniciativas como la de la cooperativa de ganaderos A Carqueixa —Cervantes, Lugo—, que creó una página web [www.osabordosancares.com] en la que vende carne directamente a los consumidores, sin pasar por los distribuidores.

En Francia el campo siempre se estructuró mucho antes, y las políticas fueron distintas de las políticas que se emprendieron aquí después de la Guerra Civil, con la creación de los embalses y de esta industria del pino y del eucalipto, en los años 50, que hizo que ya un 20% de los ganaderos vendieran su ganado y se marcharan a los cinturones de las ciudades.

Ahora somos nosotros los que te preguntamos: ¿qué pasará cuando la señora Carmen no tenga vacas? —referencia al cortometraje París #1, Oliver Laxe, 2008—

Carmen es mi vecina de Vilela, y todo esto que estoy haciendo nace de ser testigo de esa incertidumbre, de preguntarse «¿qué pasará?». Recuerdo estar con ella y, desde una finca, ver los castros que hay en frente a la aldea. Después paseábamos y comentábamos que Vilela iba a quedar como los castros, que le iba a pasar la tierra por encima. Yo tendría ocho años y me acuerdo de fascinarme con ella, pensar en hacer una casa rural en su casa, en darle un impulso al lugar.

¿Qué pasará? No sé, pero, incluso si muere, están repoblándose los bosques con muchos animales también. En fin, yo soy bastante antropocéntrico. Creo que el ser humano está en el centro de la creación, lo cual no quiere decir que esté en armonía con lo que lo rodea, o que no tenga que respetar lo que lo rodea, pero confío en la simbiosis entre el ser humano y su medio natural. Hay algo bonito cuando una persona se responsabiliza, guía y cuida un espacio.

¿Qué futuro elegirías para tu rural, para Vilela?

Me encantaría que hubiese tres familias viviendo allí y los niños pudiesen jugar entre ellos. Que tuviera vida y hubiera gente, de donde fuese, gallega o no, que tuviera la misma relación que yo tengo con el espacio, recibiendo amor de él.

O nos reapropiamos del término «sacrificio», «hacerse sagrado», a través del sufrimiento, es decir, o volvemos a tomar el trabajo como un gesto que dignifica al ser humano, que transforma su energía y que lo vincula y lo conecta con el mundo, o volvemos a entender que ese compromiso es lo que nos hace crecer, madurar, o no hay futuro para el rural. Efectivamente, el rural es duro, pero esa dureza es lo que me atrae. El hecho de que vaya a aprender a trabajar y vaya a aprender a morir, y que me enfrente con la muerte todos los días, que la naturaleza le ponga cortafuegos a mi ego, que lo esculpa, como lo hacía entonces. O se llega a esta consciencia de la tradición, que se serena en una consciencia de transitoriedad, porque no hay la angustia de que todo se acaba aquí, o no creo que se vuelva al campo. Considero que nuestra generación ya no sabe trabajar, ya no sabe sufrir, estamos secuestrados por nuestros deseos, infantiles y cortoplacistas, y a ver qué sucede en el mundo, a ver si hay algo que nos sacude.


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