Acevedo
Una vivencia de Raquel Pérez Diéguez.
En aquel instante de despedida contuve toda la tristeza de una vida y, en un segundo, observé aquellas nubes grises que dejaban espacio a un cielo azul intenso y limpio; aquellas cumbres que llevan toda la vida acompañándome, aún cubiertas por la nieve del día anterior; aquellos prados verdes en los que tímidas asoman las primeras margaritas; las ramas desnudas de los manzanos, y las de los cerezos repletas de flores engañadas por el tiempo, presuntuosas ante las abejas que reviven y sobreviven a la invernada.
Observé el humo de las chimeneas, que se estiraba derecho en la búsqueda de las primeras estrellas; las casas tan conocidas de mi querida aldea, siempre mostrando caras sonrientes, acogedoras, generosas, desafiando el paso del tiempo unas, y llenas de color otras; la mía, mi hogar, que contiene mis mejores recuerdos, todos mis sueños, y a la que siempre es un placer volver.
Observé a mis padres, ya mayores, aunque sobreponiéndose al paso del tiempo con mucha dignidad, sonriéndome como siempre, tranquilizándome, asegurándome que van a estar bien, y escuché el murmullo de mis lágrimas, que luchaban por salir y que yo contenía. Escuché la soledad tras sus palabras de ánimo. Escuché el rumor del agua corriendo por los canales como siempre hizo; los pájaros dando un concierto improvisado de rama en rama; un tractor a lo lejos; las esquilas de las vacas al rascarse contra la pared; una gallina feliz que canta la puesta de un huevo en A Cabana. En Fondo de Vila una puerta se cierra de golpe, y en O Oucedo los acebos se balancean al son del viento. Escuché el silencio detrás de todo eso y respiré el aire frío del ocaso entrándome hasta los pulmones, libre de amenazas.
Fue solo un instante, mientras montaba en el coche y me despedía gesticulando con la mano y lanzando besos, pero en esos segundos percibí la esencia misma de todas las cosas que quiero y sentí esa sensación de pertenencia a un lugar que resulta tan gratificante.
Acevedo queda atrás una vez que pasamos la curva de O Cabadoiro, escondido detrás del Penedo do Castro, siempre vigilante. Delante, el sol, ya casi escondido, dejaba en todo una luz muy especial. Parece imposible que en aquel aire, en aquella tierra, haya la posibilidad de que un virus pueda matarnos.
Atrás queda todo lo que quiero: mi tierra, mi pueblo, mis padres. Y yo me marcho lejos de todo en un ocaso incierto, a un mundo parado, triste; a un mundo encogido por la enfermedad y la incertidumbre; a un mundo en crisis. Mientras allá en lo alto, en mis montañas, la vida sigue, como siempre, con precauciones pero sin miedo. Allí, en ese rural que muere porque lo matan, y que en estos tiempos es lo único que está vivo.