Un día de primavera
Una vivencia de Alarico de Roque, ganadero.
Son las 7.00 horas. Suena el despertador y, aunque me siento como si hubiese dormido tan solo un par de horas, lo cierto es que han sido seis las que mi cuerpo ha descansado. Pero no son suficientes en la época del año en la que cosechamos casi todo y sembramos la mitad: la primavera.
Con el cansancio acumulado durante tantos días de extenuante trabajo, arranca una jornada más. Comienzo ayudando en los cuidados de la persona dependiente que tenemos en casa: aseo, desayuno y, con el tiempo justo, cuatro afectuosas palabras. Debido a la cuarentena, este año los niños no tienen que ir al cole y aún duermen, así que mi solitario y frugal desayuno no se prolonga más de seis minutos. Inicio las tareas de la granja: ordeño, limpio y desinfecto los espacios comunes, como la lechería, donde el lechero entra diariamente a recoger este maravilloso alimento. Preparo la comida de las novillas y las terneras y, casi sin darme cuenta, ya son las 10.30 horas. Llevo las vacas al prado en el que pastarán el resto del día y, al regresar, me subo al tractor, pues toca ensilar la hierba.
Es cierto que la COVID-19 apenas afecta al desarrollo de nuestro trabajo diario, pero hoy es un día singular de una larga serie de primaverales días igual de singulares. El despliegue de medios necesario para segar la hierba, colocarla en hileras, recogerla y amontonarla requiere de mucha mano de obra, una necesidad que cubrimos realizando todas estas tareas en común con otras granjas vecinas —colaborando unos con otros—, y también contratando una empresa de servicios de maquinaria agrícola. Aunque siempre ha sido y sigue siendo mucho trabajo, en años anteriores era más llevadero, porque nos reuníamos un grupo de amigos que procurábamos enfrentar esta dura tarea con la mayor alegría posible. Sin embargo, el ensilado de 2020 se ha convertido en un momento triste, en el que mantener las distancias físicas es un verdadero suplicio psicológico. En estas interminables jornadas, la hora del almuerzo era un impasse de descanso y risas, en el que se estrechaban aún más nuestros lazos de amistad. Pero en la situación actual, nos puede más la responsabilidad que las ganas de estar juntos y esa única válvula de escape de la que solíamos disfrutar durante estos duros días queda vetada hasta nueva orden. Así, con pena y resignación, cada uno vuelve a su casa para comer y regresa a las 15.30 horas para continuar con las labores.
Por la tarde el trabajo fluye con rapidez hasta las 20.00 horas, pero este año la cosecha de hierba es buena y aún nos queda mucho por hacer, así que toda la familia arrima el hombro. Mi mujer se encarga del ordeño sin quitar ojo a nuestros hijos, que la acompañan, encantados de estar en el establo. Mientras barren y alimentan con heno a las novillas y las terneras, el mayor, de seis años, vigila —dentro de sus posibilidades— a su hermano de tres. En las fincas, el ensilado continúa sin pausa y, aun así, nos dan las 23.00 horas cuando terminamos. Una ducha reconfortante y para cama, que mañana el despertador sonará de nuevo a las 7.00 horas para que nos dé tiempo a cubrir nuestro silo de hierba, realizar las tareas de la granja lo antes posible y volver al tractor para ayudar a uno de mis vecinos con la siega de su ensilado.
Así transcurre la primavera en una granja de producción de leche, con jornadas de mucho trabajo, días que se nos hacen eternos y, para mayor dureza, un coronavirus que en esta época sí que nos afecta, incluso más psicológica que físicamente. Y, mientras tanto, vemos y escuchamos noticias en las que se relatan hechos increíbles —por escasez de sentido común— cometidos por irresponsables que solo piensan en su divertimento y en una «nueva normalidad» a la que, mal que nos pese, estamos aún lejos de llegar.