Loa ao Entroido —visto con ollos de neno— Omnivoraz

Loa al Entroido —visto con ojos de niño—

Una vivencia de Alarico de Roque, ganadero.

Si cierro los ojos, todavía percibo aquel olor a tocino derretido en la piedra caliente en la que mi abuelo, experto cantero, hacía filloas de unos sesenta centímetros de diámetro. Picado por el cuero con un tenedor y bañado en el aceite de la taza en la que reposaba, aquel trozo de cerdo preparaba la piedra para recibir el amoado, que yo escuchaba estallar en ella por el calor hecho a base de troncos de abedul y leña de roble.

Hipnotizado, miraba aquella manera de trabajar fruto de la experiencia y de la paciencia que te dan los —muchos— años y, entre filloa y filloa, disfrutaba de los cuentos de mi abuelo sobre la Guerra Civil, de cuando trabajó de cantero antes de jubilarse, o de lo dura que fue su vida y cómo salió adelante. Incluso intentaba enseñarme ese lenguaje medio olvidado del latín de los canteros. Un hombre duro como las piedras con las que había trabajado siempre y, sin embargo, con un calor humano más allá de lo imaginable. Así, pasaba horas enteras con sus historias mientras esperaba, con la boca hecha agua, a que me diera una de aquellas filloas aún calientes.

Loa al Entroido —visto con ojos de niño— — Omnivoraz

Cuando se acercaba el mediodía, espiaba desde la era por la ventana de la cocina. Allí estaba mi madre. Siempre sospeché que tenía seis brazos, porque no era normal atender a tantas cosas a la vez.

Cuando se acercaba el mediodía, espiaba desde la era por la ventana de la cocina. Allí estaba mi madre, con la cazuela de cocido al fuego mientras preparaba otra mezcla para las orellas del postre, que las de la anterior ya se estaban friendo en la sartén. Siempre sospeché que tenía seis brazos, porque no era normal atender a tantas cosas a la vez. Entonces entraba calladito, y otro estallido de sonidos y aromas impactaba mis sentidos: escuchaba la fritura de las orellas y el cocer de los grelos dentro de aquella enorme cazuela, de la que procedía un agradable olor a verdura mezclada con las penúltimas piezas del salero. Para culminar, en el último recuadro de la mesa de mármol que rodeaba la cocina de leña, la mezcla con la que rellenar el bandullo —estómago— de cerdo para preparar mi dulce favorito: leche, harina, azúcar, huevos cocidos, hebras de lacón, trozos de chorizo, higos, uvas pasas y algún pedacito de miga del pan de mollete. Relleno y cosido, el bandullo se echaba a cocer, instante en el que mi madre me decía aquella frase con la que me ganaba para todo el día: «Si te portas bien, con la masa que sobró te hago unas filloas gordas». Así quedaba yo hecho un santo, por lo menos hasta que tenía en mi mano las codiciadas filloas.

A la hora de almorzar, mi padre dejaba las vacas en el prado, mis hermanas llegaban a casa y nos sentábamos a comer, hablando y «discutiendo» en una inocua guerra entre hermanos por los huesos de lomo, a ver quién cogía el último. En el postre, después de las orellas y las filloas de la piedra, llegaba mi momento preferido: el bandullo cocido y las filloas gordas. Desde luego, si existiese un paraíso terrenal, aquel era el mío.

Loa al Entroido —visto con ojos de niño— — Omnivoraz

Al atardecer, los entroidos venían haciendo la ruta por la aldea. Disfrazados y con la cabeza cubierta, entraban hasta la cocina, donde, después de que mi madre les diera algunas de las filloas que hacía mi abuelo, mi padre les daba algunas monedas. No sin que antes bebieran un trago de vino, momento en el que algunos de ellos eran descubiertos al levantar la máscara. Tras obtener nuestra promesa de no contárselo a los vecinos, continuaban su camino.

Así veía yo el Entroido en mi más temprana niñez. Aquella fiesta que, lejos de desaparecer, se fue transformando con los años y con la perspectiva de las distintas edades. Tiempos tan felices y remotos en los que, pese a todo, no puedo dejar de pensar con mucha morriña, pues parte de los personajes de aquella infancia no estarán en el Entroido de este año. Pero ahora somos nosotros lo que tenemos que crear para otros niños los que serán sus buenos recuerdos de esta celebración, porque la vida, como cualquier espectáculo, debe continuar.

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