¿Casualidad o causalidad?
Una vivencia de Alarico de Roque, ganadero.
En el campo es casi imposible encontrar un año igual al anterior o parecido al siguiente. Cada uno nos trae unas condiciones atmosféricas diferentes, que afectan a los cultivos de manera distinta y nos obligan a los agricultores y ganaderos a actuar siempre sobre la marcha, analizando cada cultivo por separado semanalmente. Aun así, igual que los trabajos diarios dentro de la granja permanecen invariables, tales como la alimentación del ganado, diversos cuidados, los partos, el ordeño, etc., existen acontecimientos externos a ella que se repiten anualmente, como la visita de determinados animales.
Cada primavera engancho la segadora al tractor, llego al prado y, a los cinco minutos de empezar a segar la hierba para ensilar, levanto la mirada al cielo. Lo hago para observar las nubes que esporádicamente cubren el Sol, con miedo a que dejen caer un aguacero antes de terminar el ensilado, pero también para buscar a mi acompañante de siega: un águila que, aunque no lo sabría decir con exactitud, juraría que es una culebrera. Como animal de costumbres, el águila sabe que por donde siego voy dejando al descubierto ratones, culebras, víboras y, en ocasiones, pequeños gazapos. Mientras realizo mi trabajo, me recreo observando a la rapaz, que planea sobre la finca aprovechando las corrientes de aire, sin apenas mover las alas, manteniendo su penetrante mirada sobre el suelo. Así, cada quince o veinte minutos se deja caer en picado, más como un kamikaze que como un predador, reduce su velocidad un metro antes de tocar el suelo, abre sus alas para frenar y, con sus afiladas garras, caza lo que sea que haya visto esta vez. Un mismo proceso con el que una o varias águilas me acompañan año tras año durante toda la siega, tanto para ensilar como para henificar. Sin embargo, en 2020 todo cambió.
Durante la siega más temprana, mientras la mayoría de la población estaba confinada, el águila culebrera fue puntual a nuestra cita. Al poco de su llegada, e inesperadamente para mí, pues no pensaba que los hubiese en esta zona, dos azores se presentaron en la fiesta gastronómica de las aves rapaces. Por extraño que me resultase, no dejó de ser un hecho aislado al que le di la importancia justa y, cuando terminé con aquella finca y comencé con la siguiente, observé cómo cuatro cuervos se unían al festín. «Vaya, voy a tener que cobrar entrada…», pensé sonriendo, ya que no se me ocurre mejor estampa cuando el solitario trabajo me apura que contemplar cómo la naturaleza fluye a mi alrededor, conservando su esencia incluso cuando el resto del mundo —el humano— se ha detenido casi por completo.
Lo que fue una anécdota en la siega temprana se convirtió en un maravilloso espectáculo natural en la segunda cosecha de hierba. En esta ocasión, el águila, los azores y un puñado de cuervos hicieron su aparición puntualmente y, para mi asombro, una bandada de cigüeñas aterrizó en la finca veinte minutos más tarde. Aquí siempre hemos visto estas aves de pasada, nunca establecidas, pero hasta siete preciosos ejemplares me acompañaron a lo largo de todo ese día y durante los dos siguientes. Pude constatar que, por su peculiar forma de andar, tenemos una engañosa percepción de su capacidad de movimiento, porque es impresionante la rapidez con la que lanzan su pico al suelo y la agilidad con la que atrapan los escurridizos reptiles, que engullen en un visto y no visto. Jamás había presenciado estas escenas tan de cerca, y me quedé pasmado.
La gran sorpresa vino en la tercera siega. Todos los «invitados» anteriores llegaron puntuales, cual tren prusiano, pero esta vez se unió a ellos un último miembro, al que no logré identificar en aquel momento. Por lo que pude confirmar más tarde, al consultar mi Guía de pájaros de la península ibérica, se trataba de un cernícalo, una especie nunca vista en estas montañas en las que vivo y desarrollo mi trabajo… Hasta ahora.
No soy un experimentado naturalista, ni mucho menos, sino un ganadero enamorado de la naturaleza, a la que me gusta tanto observar como molestarla lo menos posible. No obstante, tras todo lo sucedido y aquí narrado, no puedo evitar pensar que estas inusuales visitas se produjeron mientras que el país sufría una cuarentena impuesta para hacer frente a la pandemia de COVID-19 y a la crisis sanitaria derivada de ella, auspiciada por tantos años de recortes en la sanidad pública. Tras tres meses en los que el ser humano ha estado encerrado, aislado del entorno, que este año la flora esté exuberante, que la fauna sea más visible que nunca, que la naturaleza haya aprovechado para recuperar lugares que había abandonado e incluso para multiplicarse exponencialmente ante la reducción de la contaminación en un 80%, ¿es casualidad o causalidad?
Escucho la respuesta en el murmullo del discurrir del río; me la dice el viento que me susurra al oído; la siento en la tierra cuando la toco con la palma de la mano para notar su temperatura y así saber si está en el momento adecuado para la siembra. Agua, aire y tierra, elementos de los pueblos antiguos que se completan con el fuego, que arde en la noche del solsticio de verano y que parece alumbrar un mundo nuevo. Un cambio entre la muerte del invierno y el nacimiento de la primavera que perdura hasta bien entrado el verano, que nos calienta con un sol menos molesto y más radiante, pues su luz y su calor acarician un mundo que parece mejor. No desperdiciemos lo único bueno que nos ha dado esta pandemia: dejemos que la naturaleza siga su curso, sin destruirla más, aprovechemos los recursos cercanos y no busquemos en las antípodas lo que tenemos en nuestra tierra, porque el resultado de nuestro comportamiento se nos devolverá en salud ambiental y, por lo tanto, en la nuestra.