Canis Lupus — Omnivoraz

Canis Lupus

Una vivencia de Alarico de Roque, ganadero.

La primera vez que la sentí cerca, todo el pelo de mi cuerpo se erizó como púas de puerco espín. Mis sentidos se agudizaron y comencé a oír, más y mejor, el viento del noreste. Una suave brisa que me susurraba el sonido de la maleza que ella pisaba, y que traía consigo un leve e irreconocible olor que impregnaba mis fosas nasales. Recorrí la estaca de madera con mis manos y sentí cada hendidura como si fuese el Gran Cañón del Colorado. MIEDO. Lo desconocido me había puesto en alerta, despertando mi más profundo instinto animal.

Entonces la vi. Nuestras miradas se cruzaron y ya no pude volver a pestañear por largo tiempo. En sus ojos, salvajes, profundos e inteligentes, vi reflejado mi propio miedo, pues era mutuo, igual que el respeto. Así nos encontramos y así nació aquella extraña, pero maravillosa, relación con Aurora.

Y os preguntaréis ¿quién es Aurora? Mejor os cuento la historia desde el principio.

Yo soy ganadero, y aunque todas mis vacas tienen nombre, Aurora no es una de ellas. Por aquel entonces criaba a mis terneras y novillas en una finca cerrada con hilo electrificado. Un buen cierre de dos metros de altura, con cinco hilos separados entre sí cuarenta centímetros. Un día, mientras lo reparaba por la parte interior, una loba salió de entre la maleza. Como ganadero mi temor al lobo es doble: por mi propia integridad física y, por supuesto, por la de los animales que cuido todos los días. Así entendí el estado de alerta que recorrió mi cuerpo en un instante.

Canis Lupus — Omnivoraz

Decidí tomarme la licencia poética de llamar a «mi vecina» Aurora, simplemente por las horas a las que se asomaba a saludarme.

Continué visitando a las terneras tres veces al día, como de costumbre: por la mañana, a mediodía y al anochecer. Era en esta última visita cuando la loba se dejaba ver, al principio tímidamente, cuando yo ya me disponía a marchar. Con el paso del tiempo fue perdiendo el recelo, y aparecía nada más verme llegar. Se sentaba, en la distancia, y observaba sigilosamente mis movimientos.

Cuando me acercaba a acariciar a las novillas casi podía intuir el estupor de la loba, hasta que un día reparé en que los animales apenas mostraban nerviosismo con la presencia de la bestia, y deduje que ella nunca les había incordiado. Un importante detalle que hasta ese momento me había pasado desapercibido.

Raro era el día que faltase a su cita conmigo, siempre manteniendo esa línea imaginaria de respeto mutuo. Ya teníamos una rutina. Ella me miraba atentamente mientras yo hacía mis tareas y, al terminar, cuando me dirigía a la salida de la finca, ella ponía rumbo monte arriba, con la pausada y peculiar forma de caminar del lobo ibérico. Yo cenaba en plato y ella se iba de caza. Así, viendo todo lo que estaba ocurriendo, decidí tomarme la licencia poética de llamar a «mi vecina» Aurora, simplemente por las horas a las que se asomaba a saludarme.

Después de algunos meses, Aurora dejó de aparecer durante semanas. Sin embargo, yo sentía que no andaba lejos. Hasta que un buen día volvió, pero ya no venía sola. La acompañaban dos juguetones lobeznos que, a trompicones, la seguían de cerca. Componían una estampa preciosa, y estuve observándolos hasta que se puso el sol. Aurora ya tenía apellido, era una loba alfa.

Por norma general, somos los ganaderos, los agricultores y el resto de habitantes del rural los que cuidamos nuestro medio.

La pequeña familia continuó visitándome asiduamente durante una temporada y, de repente, desaparecieron. Tampoco notaba ya que estuviesen cerca. Algo no iba bien. A los pocos días encontré a Aurora abatida a tiros en una cuneta. Busqué a sus cachorros, pero no los encontré. Semanas más tarde escuché a dos cazadores furtivos charlando en la tasca del pueblo sobre lo fácil que había sido matar a la loba, y lo que sufrirían sus cachorros muriendo de hambre. No lo pude evitar, mi furia cayó sobre ellos. La discusión fue tan acalorada que llegué a un punto en el que opté por dejar de intentar explicarles lo que me había sucedido y que Aurora no era un problema. Digamos que, después de esto, esos individuos no volverán a apretar un gatillo.

A menudo llegan al mundo urbano historias del rural muy sesgadas. Aquí, como en cualquier sitio, hay gente de todo tipo, pero quiero dejar claro que, por norma general, somos los ganaderos, los agricultores y el resto de habitantes del rural los que cuidamos nuestro medio. Cada vez somos menos y con menos recursos, lo que hará que historias reales, como la que me ocurrió a mí con Aurora, se pierdan «como lágrimas en la lluvia». Nosotros cuidamos el rural, pero protegerlo es una misión de todos.