Un futuro incierto (y IV): los alimenta — Omnivoraz

Un futuro incierto (y IV): los alimenta

Un relato de Alarico de Roque, ganadero.

Hace frío y llueve, como es habitual en Galicia en las fechas del carnaval. El olor de los grelos, las patatas y las carnes saladas cociéndose al fuego se extiende por toda la casa. Mientras colorea un dibujo sentada detrás de la cocina de leña, la niña le dice a su atareada madre: «Cuéntame la historia de los alimenta». Intercambian una mirada cargada de complicidad. «¿Otra vez?». Incapaz de negarse a la sonrisa de ilusión de su pequeña, la mujer se ata un pañuelo a la cabeza para apartarse el pelo de la cara y, sin perder de vista las cazuelas, comienza este relato, como una tradición más entre los platos típicos:

Tras aquella mágica noche de San Juan, los acontecimientos se precipitaron como un río de montaña en el mes de abril: rápidos e imparables. Empezamos a elaborar nuestro plan con los pocos contactos que aún nos quedaban en las ciudades y, pirateando la señal, enviamos la información a todos los dipegrazs abiertos con el siguiente mensaje: «Si quieres ser libre, lee, reflexiona y, finalmente, escoge lo que te dicte tu corazón y tu cabeza. Si eliges la libertad, sé consciente de que, en un mundo en el que te dominan a través de la comida, solo un alimento libre del control de “El Ojo” te la dará».

Con todo en contra, y al más puro estilo del emperador romano Trajano cuando creó los alimenta —política socioeconómica desarrollada en la península itálica que tenía por objetivo el impulso del sector agrícola a través de una línea de préstamos públicos a los agricultores, y cuya devolución revertía en fondos para ayudar a la manutención de los niños de las familias más desfavorecidas—, nos organizamos con el siguiente orden: primero daríamos alimento a aquellos más necesitados en las ciudades, que eran casi la mitad de la población debido al sistema de clases impuesto por «El Ojo» a través de sus Listas de Mérito al Civismo —LISMACIS—, y, a partir de esas personas, extenderíamos nuestros alimenta a sus contactos sociales más próximos.

Poco a poco, pero con mucho trabajo y arriesgando la supervivencia de nuestra organización, «La Nueva Esperanza», en unos meses habíamos logrado tener a algo más de la mitad de la población contactada comiendo productos sanos y libres de tramadol, al contrario de los que le suministraba «El Ojo». Como era de esperar, este cambio se notó, y mucho, para bien y para mal.

Un futuro incierto (y IV): los alimenta — Omnivoraz

Lo bueno fue que nuestras comunidades rurales crecieron, pues gran parte de la gente que nos iba conociendo decidió extender la idea, y muchos otros se vinieron a trabajar al campo; de este modo éramos capaces de abarcar más y mejores cultivos para producir una mayor cantidad de alimentos. Lo malo fue que «El Ojo» pronto dio orden a sus guardias de custodiar cada vez más los barrios pobres e incluso las afueras de la ciudad. Era obvio que con nuestro trabajo estábamos atacando la base de un régimen basado en la opresión y el control de los ciudadanos por medio de la alimentación y en su vigilancia a través de los dips.

Las represalias de «El Ojo» fueron contundentes y dramáticas. Todo ciudadano que cogían con alimentos frescos era encarcelado inmediatamente, pero si apresaban a un miembro de «La Nueva Esperanza» era ajusticiado en un acto que se retransmitía en directo para que todo el mundo pudiese ver el castigo a su «traición». Muchos integrantes de nuestra organización cayeron, demasiados…, pero, a pesar de las dificultades, no nos detuvimos; al contrario, continuamos nuestro proyecto con más empeño si cabe.

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Lejos de infundirles un mayor respeto, las penas desmesuradas y las brutales ejecuciones públicas llevaba a cada vez más habitantes urbanos a huir de aquellos que distaban mucho del papel de «salvadores» que se habían asignado al reescribir la historia. Buscando una vida más tranquila y, sobre todo, libre, se desplazaban al rural para ayudarnos, pero esta emigración masiva fue la gota que colmó el vaso para «El Ojo», que presenciaba cómo su engranaje de sociedad hermética se quebrantaba, desabastecida por la falta de mano de obra para sus industrias.

Al comprobar que nuestro sistema de ataque funcionaba, comenzamos a compartirlo con otros territorios y, en poco más de dos años, todas las comunidades rurales de lo que en aquel tiempo aún se llamaba hemisferio superior pusieron en práctica esta estrategia. Entonces ocurrió lo imprevisible: «El Ojo» realizó levas y preparó un pequeño ejército con el objetivo de recuperar el control sobre las áreas rurales que habían abandonado hacía décadas, pero que ahora, al estar de nuevo completamente pobladas, se habían vuelto incontrolables. Algo inasumible para un poder autoritario de semejante calibre.

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Un buen día, cuando nos disponíamos a comer, una partida de tropas nos encontró. Entraron en nuestra aldea buscando a los responsables de la comunidad, con la amenaza de que nos matarían a todos si no entregábamos a Santi. «El Ojo» quería a los líderes de «La Nueva Esperanza» para dar a la población un escarmiento inolvidable.

Ninguno de nosotros quería más víctimas de las que ya habían sido inevitables, así que Santi dio un paso al frente para entregarse: «Yo soy Santi». En un instante, tu padre lo siguió y lo contradijo: «No, yo soy Santi». Tras él, uno por uno, todos los hombres fueron dando un paso adelante alzando sus voces al grito de «Yo soy Santi». El nerviosismo en la tropa era palpable. Ya tenían las armas en alto cuando apareciste tú con Kenia, aquella pastora alemana con la que aprendiste a dar tus primeros pasos y de la que eras inseparable, ¿recuerdas? Los soldados te miraron fijamente, con el asombro de ver a una niña pequeña jugando confiadamente con un animal, pues era una escena que no habían visto en su vida.

Aprovechando que habían bajado la guardia a un nivel para ellos insospechado, todas las mujeres de la aldea se acercaron detrás de mí a los reclutas y, como había pasado mucho tiempo atrás en la Revolución de los Claveles, le entregamos a cada uno una pieza de fruta, una hortaliza, algún trozo de queso e incluso vasos de leche. Estaban hambrientos y todos se quedaron impávidos.

Pasaron unos segundos hasta que uno de ellos le dio un sorbo a su vaso, y luego otro mordió la manzana que tenía en su mano. Era tal el silencio que solo se escuchaban los sonidos de la comida, la de verdad, la auténtica: los mordiscos a las manzanas, primero tímidos, pero que pronto se convirtieron en grandes bocados que las devoraban; tragos largos cayendo por los esófagos; el zumo de las naranjas que salpicaba al aire al explotar entre sus dientes; y los suspiros de aquellos jóvenes al saciar su hambre con buenos y sabrosos alimentos. El teniente, rompiendo a llorar, arrojó su arma al suelo y, tras él, el resto del batallón.

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Nos contaron que habían sido obligados a unirse a este ejército para una operación armada contra la resistencia, con la advertencia de que, si se negaban a participar y llevarnos ante «El Ojo» para que pagásemos justamente nuestra traición al orden, sus familias serían asentadas en los peores barrios y verían reducidos sus créditos y sus raciones de alimento. Así que hicimos un trato: ellos regresarían a la ciudad como si no hubiesen encontrado a nadie y nosotros les suministraríamos comida para sus familias.

La actuación de «El Ojo» no solo no nos destruyó, sino que nos hizo mucho más fuertes. Así logramos que nuestro trabajo alcanzase al siguiente nivel de la sociedad: los acomodados, con los que nuestra acción abarcaba ya a un 70 % de la población. La revolución de «La Nueva Esperanza» era imparable. Nadie se alistaba en las tropas del poder opresor, y los pocos que lo hacían obligados bajo amenaza pronto sabían de nuestra existencia y contactaban con nosotros para poder sobrevivir sin servir a «El Ojo». El cerco se fue cerrando alrededor de sus magnates y, creando los alimenta como en su tiempo había hecho Trajano, «La Nueva Esperanza» logró la victoria.


La niña, sentada al calor del fuego, ha estado escuchando atentamente cómo su madre le contaba una vez más aquella fascinante historia sin dejar de cocinar el rico dulce de bandullo, como es costumbre cada año en carnaval. Con una inmensa curiosidad, le dice: «Mamá, toda la aldea comenta que papá fue el valiente, pero que tú fuiste la estratega. ¿Por qué no me dices eso nunca?». Sonriendo, mientras añade más uvas pasas al postre, le contesta: «Mi querida y adorable niña, no es necesario otorgarnos méritos individualistas, porque la fuerza para tumbar a un opresor reside en la unión de los oprimidos, no en el individualismo. Yo, como todos los que formamos parte de «La Nueva Esperanza», solo aporté lo que tenía».

Pero no es la última pregunta, con los niños nunca lo es: «¿Y qué fue de los dirigentes de «El Ojo»? Eso tampoco me lo has contado». Esta es una cuestión que la hace suspirar: «No estamos seguros, pero creemos que se instalaron, con sus grandes industrias agroalimentarias, en el hemisferio sur, en donde podían tener mejor controlada a la población. En algún momento, los que vivimos en el hemisferio norte tendremos que pensar en solucionar también esa parte…». Gala se limpia las manos con un trapo de cocina, se acerca a su hija y la besa en la frente con ternura: «Esa parte os corresponderá a ti y a tu generación, pues sois dueños de vuestros actos y de vuestro futuro. Nosotros hemos luchado para llegar hasta aquí, y ahora, mi querida Rosalía, os toca a vosotros traer luz a un mundo que está saliendo de esta larga noche de piedra».

En ese instante, Jesús entra en casa con una sonrisa de oreja a oreja, saluda a su mujer y a su hija, y les cuenta la última noticia: «Mora ha parido una preciosa ternera. Rosalía, ¿qué nombre le pondremos?». La niña medita unos segundos y asevera: «Sin duda, ha llegado el momento de Gaia. Así se llamará».

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