Un futuro incierto (III): la hoguera purificadora — Omnivoraz

Un futuro incierto (III): la hoguera purificadora

Un relato de Alarico de Roque, ganadero.

Gala no ha dormido nada esa noche. La adrenalina vence al sueño. Solo lee y lee. Cuanto más avanza en la lectura, más le aterroriza todo lo ocurrido, y se pregunta cómo diablos habían sido capaces de crear aquel mundo tan artificial sin que nadie pudiese hacer algo para frenarlos. Le maravillan las imágenes de aquellos alimentos, para ella desconocidos, con descripciones de sabores que jamás hubiese imaginado: «¿Dónde está toda la comida de la que disfrutaban en las ciudades a principios del siglo xxi?». Ahora está tan estandarizada que solo se distinguen tres sabores: el de la proteína animal, el de la vegetal y el de los exclusivos edulcorantes, unos sobres de contenido líquido que algunos se pueden permitir tomar por encima de cada comida: «¿Cómo hemos llegado a esto?».

Inmersa aún en sus pensamientos, escucha el sonido de la alarma programada para levantarse diariamente. Cuando la apaga, reflexiona por un instante sobre cómo se las arreglará para impartir su clase de historia y explicar lo mismo que ha estado repitiendo a sus distintos alumnos durante los últimos cinco años, lo que ella misma había estudiado toda su vida, sabiendo ahora que no es más que una sarta de mentiras meticulosamente orquestadas por «El Ojo».

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Tras una ducha rápida, desayuna su ración de LACCE100GM —lácteo desnatado con cereal: 100 gramos de harina de maíz— y se viste como siempre: pantalón vaquero, camisa azul y americana de corte estándar. Preparada para volver a la academia Monbaysant a dar sus clases, sale a la calle sintiéndose observada por las cámaras en todo momento. Interrumpe su trayecto cinco minutos para hacer la compra diaria. Mientras espera en la cola de entrada al recinto de abastecimiento, les pregunta a los demás si alguien sabe cómo está el campo y qué hay fuera de la ciudad. La gran mayoría ni siquiera le contesta, y los que lo hacen no tienen ni idea. Gala está cada vez más convencida de que todo lo que ha descubierto es cierto.

Al finalizar el limitado aprovisionamiento que le permiten los créditos de una profesora de historia, continúa su camino hasta el trabajo. Las ideas se agolpan en su cabeza, llegando siempre a una misma conclusión: «La abuela Florence tenía razón, es todo una gran falacia. La falta de información destruyó primero el campo, luego la ciudad y, al final, la poca comunicación entre ambos mundos fue una de las mayores debilidades de la sociedad. Hoy ni siquiera pueden intercambiar información a través de los dipegrazs, porque ya nadie conoce a ningún campesino».

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Gala llega a Monbaysant con un cansancio brutal, pero entra en el aula con paso firme. A los treinta segundos, sus alumnos hacen lo mismo, sentándose ordenadamente y en silencio. Sintiendo cómo su interior se retuerce de rabia, opta por dejar que sean ellos los que tomen la palabra gracias a la tarea que les había encargado el día anterior: el período histórico desde 1936 a 1943.

Uno por uno, los estudiantes hablan sobre Hitler, mientras a ella le corroe tener que callar la verdad, que no había sido un visionario, sino un genocida. En mitad de la clase, cuando ya empieza a temer que el haber pasado la noche en vela le pase factura allí mismo, se abre la puerta del aula. Para su sorpresa, ve asomarse a Jesús, que le hace un gesto para que salga al pasillo: «Te han descubierto, han captado algo a través de tu dip. O nos vamos ahora o para ti no habrá un mañana. ¡Corre, Gala!».

En un brevísimo flashback, visualiza su dispositivo sobre la cama, donde lo había dejado antes de salir la noche anterior, y recuerda lo sucedido con los guardias tras la muerte de su abuela. Entonces todo cobra sentido. Sin dudarlo, entra fugazmente en clase para coger su bolso y sigue a Jesús, que, nada más salir del centro, le pide su dipegraz para destrozarlo: «Es la única manera de escapar vivos de aquí».

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Callejeando por el Madrid de 2101, intentan esquivar las cámaras del circuito cerrado de «El Ojo» hasta llegar al antiguo Parlamento, donde se habían conocido la noche anterior. A pesar de tener aproximadamente la misma edad, Jesús parece que tiene el doble de vigor que Gala. Ella no comprende por qué se fatiga para seguirle el ritmo si él anda ligero como una pluma.

Al entrar en el viejo edificio, Gala está agotada y hambrienta, así que saca de su bolso una ración de pan. Aún se lo está llevando a la boca cuando Jesús le da un golpe con la mano y lo tira al suelo. Se queda atónita, pero, antes de ser capaz de articular palabra para protestar, él se adelanta a hablar: «Perdona, no quería asustarte. No puedes comer eso, ¿o cómo crees que les resulta tan fácil controlaros? Vuestra docilidad no es casual». Acto seguido, saca una manzana del bolsillo de su chaqueta y se la da. Estupefacta, le pregunta: «¿Esto es una manzana como las que vi en la información que me diste ayer?». Él asiente con la cabeza y añade: «Esto sí que lo puedes comer tranquilamente. Más tarde te explicaré por qué».

Con el primer mordisco, una explosión de sabor invade las papilas gustativas de Gala, que nota cómo se desliza por su barbilla una gota de saliva mezclada con el jugo de la fruta fresca. Una verdadera delicatessen para un paladar acostumbrado a la neutralidad de las pseudoproteínas y los alimentos procesados. Cuando ella termina de comer, Jesús se incorpora inmediatamente: «Debemos continuar».

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Bajan al sótano y entran en un despacho en el que solo hay una mesa y un par de estanterías vacías. Él aparta la mesa, como si no pesase, y se agacha para abrir una trampilla que hay en el suelo. Levanta la mirada, sonriendo, y le tiende la mano, invitándola a acompañarlo: «La democracia nos sacará de esta».

Intrigada, pero sin vacilar, se introduce con él en un túnel oscuro y largo. Mientras lo recorren, Jesús le explica el porqué de su existencia: «Fue excavado en la década de 2030 para darles una escapatoria a los políticos, ya que por aquel entonces las revueltas populares se les habían ido de las manos, entre otras cosas, por la hambruna que sufría la gente. El campo había sido destruido en su mayor parte, y las multinacionales tenían bloqueados los alimentos del hemisferio inferior, los cuales dominaban, para lograr por medio del hambre que el pueblo liquidase el régimen del momento, igual que había ocurrido en la Revolución francesa, pudiendo así alzarse ellas como “las salvadoras”».

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Gala recuerda lo que ha leído: «Como así fue, pero aquellas corporaciones agroalimentarias no salvaron a nadie, sino que crearon el caos y, como dijo un sabio, el caos es una escalera para quien tiene los medios y sabe usarla para poder ascender a lo más alto». Después de dos horas caminando en la oscuridad empiezan a ver luz al final del túnel. Fuera solo hay árboles altos, muy altos: eucaliptos.

Continúan a pie durante varias horas, hasta que por fin llegan a una carretera en la que hay un posible medio de transporte aparcado en el arcén. Es un coche eléctrico de hace, al menos, setenta años, pero en buen estado. Se suben a él, arrancan y comienzan, con más calma, la conversación que tenían pendiente.

Gala fue directa al grano: «Explícame de qué va todo esto y a dónde me llevas». Jesús tampoco se anda con rodeos: «Necesitamos huir de aquí porque, si nos capturan, nos enviarán al hemisferio inferior, a ti como esclava, en el mejor de los casos, acusada de traición, y a mí por ayudarte». Ella se pone nerviosa: «Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Qué será de nosotros?». Él comprende su inquietud, pero también conoce la respuesta, así que no puede evitar sonreír: «Igual que a principios del siglo xxi, la ciudad vive de espaldas al campo. Siempre olvidamos de dónde procede lo que comemos, pero para nosotros hoy esto es una gran ventaja, pues allí es donde nos refugiaremos y serás libre».

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Las palabras de Jesús la calman, pero Gala necesita comprender lo que sucedió en el antiguo Parlamento, antes de llegar al túnel: «¿Y por qué no me dejaste comer aquella ración de pan?». «Mi pobre Gala, qué cerrados tenéis los ojos en la ciudad… Hace muchos años que las multinacionales controlan a la población a través del entretenimiento y, sobre todo, de la alimentación. Introduciendo productos potencialmente adictivos, como el azúcar u otros saturados, conseguían que volviésemos a comprar más. Actualmente eso ya ni siquiera es necesario, puesto que solo tienen que añadir ciertas sustancias a esa bazofia que llaman comida para mantener al pueblo a raya». Gala abre los ojos espantada: «¿Qué sustancias?».

Jesús suspira y continúa: «De la única que estamos completamente seguros es del tramadol. No es mucha cantidad, pero sí la suficiente en cada ración para aliviar el dolor y dar un pequeño empujoncito a una falsa sensación de bienestar, lo que les facilita el control sobre los habitantes. Al tener el poder absoluto sobre la producción, el procesado y la venta de los alimentos, y a falta de una legislación que los detenga… En fin, Gala, durante los próximos días vas a sentir la abstinencia del tramadol, ten en cuenta que lo has estado ingiriendo durante la mayor parte de tu vida, pero no te preocupes, en poco tiempo estarás mejor que nunca».

Gala susurra casi avergonzada: «Yo creía que el tramadol era un complemento alimenticio», pero él trata de reconfortarla: «Es normal, así os lo han hecho creer durante los últimos sesenta años». Mientras él sigue hablando sobre los efectos de esta y otras sustancias utilizadas por «El Ojo», Gala es finalmente vencida por el sueño y cae rendida. Jesús se da cuenta y, en silencio, continúa conduciendo en dirección norte.

Cuando Gala se despierta, el coche sigue en marcha. Apoya su mano en la cara y observa el paisaje, que no cambia: campos y campos de cereal. Le parecen algo descuidados en comparación con las fotos que había visto en el dip libre que le había entregado Jesús cuando se conocieron, pero es la única referencia que tiene, ya que nunca antes había salido de Madrid.

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Al poco rato, empieza a sentirse inquieta, como con taquicardia; entonces escucha la voz de su liberador: «Toma, cómete esto, te sentará bien y ayudará a tu organismo a depurarse». Gala coge aquella cosa redonda, la mira atentamente y pregunta: «¿Qué es?». «Se llama naranja. Las frutas frescas serán tu dieta durante los primeros días».

Tras la experiencia previa con la manzana, Gala le hincó los dientes sin pensarlo. Al instante, su cara se arrugó como si su gusto se pusiese en contra de aquello. Viendo de reojo la reacción de la joven, con absoluta empatía hacia ella y su más que comprensible desconocimiento, Jesús contiene la risa y detiene el vehículo: «Espera, primero tienes que pelarla y, luego, comes la pulpa del interior». La mira con ternura mientras Gala sigue sus instrucciones.

Aún recelosa, le da un bocado a la naranja y siente de nuevo una explosión de sabor solo comparable a la que había experimentado horas antes con la manzana: «¡Esto es lo mejor que he comido en mi vida!». Jesús sonríe y la anima: «Pues no te imaginas todo lo que te queda por probar. Los alimentos frescos siempre han tenido más sabor y han sido más sanos, y ahora, con el bodrio que os dan en la ciudad, la diferencia es todavía mayor».

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Gala vuelve la vista a la ventana. De vez en cuando ve pueblos que parecen abandonados, pero ahora el paisaje es distinto, y es otro tipo de cereal el que crece en los campos, aunque le siguen pareciendo descuidados. En ese momento se da cuenta de algo muy importante: «¿Dónde está la gente? ¿Por qué no vemos a nadie?».

Jesús asiente de satisfacción, pues la inteligencia de Gala no lo ha decepcionado, y le responde: «Porque ya no queda nadie. A principios del siglo pasado el campo se despoblaba a una velocidad vertiginosa, pero no se hizo nada para evitarlo. Pocas gargantas se levantaron en grito ante ese hecho, así que, como el peso de los votos en los territorios rurales era cada vez menor, los políticos les fueron restando atención a pasos agigantados. Después llegaron las grandes multinacionales para montar sus macroexplotaciones y sus plantaciones de árboles de crecimiento rápido, y la agricultura fue cambiando.

Además, el incremento del número de veganos llevaba a los agricultores a realizar cultivos que requerían menos mano de obra. Así, poco a poco, el campo se fue vaciando, hasta el punto de que las Administraciones fueron cerrando los servicios más básicos, y esto condujo a otra nueva oleada de emigración a las ciudades. Los pocos valientes que resistieron en el rural fueron eliminados por estas grandes empresas, porque les estorbaban para hacerse con el monopolio de la alimentación, del cual es resultado la comida que hoy en día tenéis en la ciudad».

Gala continúa impresionada, pero el agotamiento puede con ella. Sudorosa y aún con taquicardia, vuelve a quedarse dormida. Cuando se despierta, es de noche y el coche está parado. Parece que por fin ha dormido lo suficiente porque, aunque nota que la agitación cardíaca permanece, ya no tiene aquel sueño tan implacable. Jesús está fuera, hablando con alguien por su dip. Cuando acaba, vuelve a entrar y, al verla despierta, la mira sonriente.

En ese momento, Gala se da cuenta de que Jesús es un hombre atractivo: marcadas facciones, pelo castaño, brillantes ojos marrones, y piensa que le gustaría verlo afeitado, porque luce una barba poblada, de varias semanas, que le tapa demasiado la cara. Al encontrarse con este pensamiento, toma consciencia de que, desde que lo conoce, no se había parado a mirarlo fijamente, o simplemente no había estado tan lúcida, y ahora comprende por qué. Jesús arranca el motor: «Continuamos, tenemos el camino libre y parece que nadie nos sigue». «Sea pues», le contesta.

Durante el trayecto, él le ofrece más frutas. Gala devora todo cuanto cae en sus manos, tanto por el delicioso sabor como por el hambre que tiene, mientras continúa la conversación: «¿De qué conocías a mi abuela?». Se hace un fugaz silencio antes de recibir una respuesta: «Hace años, Florence fue una gran ayuda. Ella escondió a mis padres durante las persecuciones de “El Ojo” a los rebeldes que se oponían a su poder. Y también a los tuyos, pero ellos no tuvieron tanta suerte».

Gala, confundida, frunce el ceño y lo interrumpe: «Mis padres murieron en un accidente». Sin poder ocultar el dolor que supone dar una noticia como la que tiene para ella, Jesús le dice suavemente: «No, Gala… Tus padres fueron condenados a muerte por compartir la información que yo compartí contigo anoche». Desconcertada y visiblemente emocionada, intenta asimilar lo que acaba de escuchar: «Pero si siempre me dijeron…». Jesús no quiere hacerle daño, pero Gala debe saber la verdad: «Sí, así es “El Ojo”, no quiere información ni héroes. Pero murieron en defensa de aquello en lo que creían, y tú estás aquí hoy gracias a ellos». Gala enmudece, pensativa. Cuanto más descubre, más se enciende la llama de la lucha en su interior.

Está amaneciendo. Han viajado cientos de kilómetros hasta llegar a un inhóspito lugar donde todo lo que se ve alrededor son eucaliptos, y ahí esconden su coche para continuar a pie. Por las enseñanzas de Jesús, Gala sabe que le vendrá bien caminar para depurar su cuerpo. El sol empieza a calentar y los eucaliptos no dan sombra, así que, tras casi tres horas de caminata, la joven se fatiga continuamente. Jesús la anima a continuar: «Venga, que tú puedes. Ya queda poco. No te preocupes, tu organismo está funcionando bien».

No ha pasado mucho tiempo cuando Gala nota un cambio en la temperatura del ambiente y, al levantar la cabeza, observa que los árboles que ahora dan más y mejor sombra no son los mismos que en el trecho anterior. Están en un bosque de robles, preciosos, sanos y robustos. Así, más aliviados, llegan a lo que parece un valle que se descubre ante ellos como un oasis.

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Gala queda impresionada por el paisaje: la luz del sol de la mañana baña toda la cara oeste del valle, en el que hay un montón de parcelas con plantaciones de toda clase de hortalizas y árboles, unos con fruta y otros en flor. Además, una gran extensión de prados donde vacas, ovejas, cabras y caballos pastan libremente una hierba verde como nunca antes había visto. Sin salir de su asombro, siente sobre el hombro la mano de Jesús, que, con más afecto que prisa, le señala la aldea de la cima del monte: «El Pico da Ortiga. Ahí te darán la respuesta a todo lo que quieras saber». Mientras caminan entre las parcelas, le llegan olores completamente nuevos, y todos los sentidos de la joven se agudizan. Dirigiéndose a lo alto, el tiempo transcurre rápido mientras Jesús contesta a todas sus preguntas sobre los cultivos.

Al llegar a la aldea, se detienen frente a una casa de madera y entran. Los recibe un hombre alto, con pelo canoso y fuertes brazos. En sus manos se ve la dureza de los trabajos a los que se dedica. Con una amplia sonrisa, se presenta: «Hola, soy Santi, el líder de esta comunidad. ¿Y tú eres…?». «Me llamo Gala, soy la nieta de Florence», le responde con cierta timidez. Santi asiente con la cabeza: «Gala… Siento mucho tus pérdidas, la de tu abuela y las de tus padres. Una familia de luchadores por la causa. Sin ellos, «La Nueva Esperanza» nunca habría sido posible, porque el campo sin la ciudad no es nada, pero la ciudad sin el campo está perdida, como ahora mismo».

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Santi los invita a entrar hasta la cocina y les ofrece un vaso de leche. Ella bebe un sorbo y se da cuenta de inmediato de que no tiene nada que ver con el lácteo de su desayuno habitual; esta leche es más espesa y mucho más dulce. Tras ese primer sorbo, le da un trago y luego otro, con el que apura el resto del alimento. Un poco sonrojada, desliza el vaso por la mesa mientras Santi le acerca una jarra llena y, guiñándole un ojo, le dice: «Toma toda la que puedas, pues no hay mejor alimento que la leche para desintoxicar el cuerpo».

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Durante el resto del día, Gala hace mil y una preguntas, sobre su familia y sobre lo que están haciendo en ese valle. Santi le contesta a todo y le explica cómo, a través de las fiestas del carnaval, llevan décadas difundiendo clandestinamente información sobre la historia real del último siglo, la misma que Jesús le había proporcionado a ella en Madrid: «Gracias a esta labor, nuestra comunidad ha crecido en número y estamos repoblando el campo. Progresivamente, se están formando más comunidades como esta en diversos puntos del territorio rural y tenemos excedente de alimentos para iniciar el contraataque». La joven cree con fe ciega en todo lo que había leído, visto y escuchado, y empieza a asimilarlo con mayor serenidad.

Los siguientes días, los primeros que pasa en Pico da Ortiga, Gala ayuda en las labores de la tierra. Tiene que hacerlo paulatinamente porque, aunque se va sintiendo más fuerte, más liberada del efecto que el tramadol que corría por sus venas había ejercido sobre su organismo, se enfrenta a la dureza del trabajo del campo, y tanto sus manos como su espalda se resienten a menudo. Hasta que un buen día Santi le ofrece impartir clase a los niños de la comunidad: «Debemos recuperar los servicios esenciales para la gente: enseñanza y sanidad gratuitas y una buena alimentación, a cambio del trabajo que cada uno pueda realizar». De este modo, Gala recupera su amada profesión, dando clase de todas las materias, pero sobre todo de historia, la verdadera, y comienza una nueva vida en Galicia.

El 20 de junio de 2110, Gala habla con Santi acerca de las hogueras de San Juan, pues ya las celebraban los ancestros para conmemorar el solsticio de verano. En asamblea, los miembros de la comunidad deciden retomar esta costumbre y, con ella, marcar el inicio de una nueva época.

La noche del 23 de junio está todo listo. La pila de leña es grande, toda de eucalipto, que ya sobran y nadie quiere talar un preciado roble o castaño. A medianoche, puntualmente, se enciende el fuego, mientras Gala da una pequeña «clase» a los presentes sobre la antigüedad, la importancia del solsticio y cómo se consideraba que el salto de una pareja sobre la hoguera los unía para toda la vida. La fiesta se prolonga hasta la madrugada y, cuando ya casi solo quedan ascuas, Jesús le propone a Gala saltar juntos. No se han separado desde que él la trajo a este valle, en el que son tan felices, así que acepta encantada.

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Antes de recoger, Santi se dirige a su comunidad: «Compañeras y compañeros, el momento ha llegado. Todas las comunidades de resistencia a “El Ojo” disponemos ya de excedente de alimentos y, al contrario que hace un siglo, ha llegado la hora de contar a los habitantes urbanos todo lo que hacemos aquí, para que vean que otra vida es posible. Se acabaron las pequeñas escaramuzas. En esta hoguera purificadora debemos quemar el falaz pasado y, de sus cenizas, levantar una nueva esperanza para este futuro incierto. Poco a poco, la ciudad podrá volver a comer como se merece, y ese será el eje sobre el que cabalgará el cambio, pues cuando la gente pruebe la auténtica comida nuestra fuerza será imparable. Mientras la ciudad recupere su poder de decisión, el campo se hará más fuerte y estará más poblado».

La comunidad entera se levanta en una gran ovación a su líder y, como habían previsto, esa noche comienza una nueva era.

Finalizará


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