Tras el envero — Omnivoraz

Tras el envero

Un relato de Jose Yebra.

Uno de los primeros recuerdos que habitan en el fondo abisal de mi memoria sucede en una viña, la que mis padres tenían en Fontousal, una zona de viñedos en una ladera situada entre Cacabelos y Camponaraya.

Era un día soleado, imagino que de finales de septiembre o primeros de octubre. Supongo también que sería domingo, ya que mi madre, Milita la Peluquera, había ido a vendimiar, que jamás habría dejado ella un día laboral en su peluquería por ir a cortar racimos de uvas y dejarse la espalda en el empeño. Por supuesto, estaban Pepe, mi padre, y mi abuela Luisa —siempre imbatible en su velocidad a la hora de vendimiar—, además de unos cuantos familiares más, que siempre ha sido sana costumbre esa de organizarse entre familias para así facilitar las vendimias de todos. Quien más quien menos tenía una, dos o incluso tres parcelas plagadas de vides, de cepas ya muy antiguas, tiempo antes de la especialización y renovación que supuso concentrarse en las uvas mencía y godello, entremezcladas en un batiburrillo inexplicable de variedades distintas de uva blanca y negra bastante difíciles de gestionar. Por eso, al final, a la hora de llevar el remolque rebosante de uvas a la Cooperativa Vinos del Bierzo de Cacabelos, todo terminaba siendo volcado en el sinfín de la categoría de mezcla, la que menos dinero daba y, por descontado, la que ofrecía como producto final el vino más peleón de los que por aquel entonces se hacían en mi pueblo, probablemente un Bocovi rosado.

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Con un palo comencé a excavar un agujero y, cuando determiné que era lo suficientemente profundo, allí enterré la dichosa medalla de oro.

A lo que iba, ¡carallo!, que el santo ya parece estar surfeando bien contento las nubes que hoy pueblan el cielo: el recuerdo. Con un par de juguetes, allí me sentaba yo, al lado del camino, entre dos cepas que me pudieran dar sombra y, lógicamente, ante el aburrimiento creciente que imponía el paso de las horas y harto ya de aquella pelota y aquel camión, no se me ocurrió más que hacer que fijarme en aquella medalla de oro de alguna Virgen local que colgaba de mi cuello. Tras mirarla y analizarla un buen rato, se me ocurrió que el siguiente paso no iba a ser otro que el de arrancármela de un tirón para luego posarla con cuidado sobre una piedra de las grandes que tenía a mi derecha. Con un palo comencé a excavar un agujero y, cuando determiné que era lo suficientemente profundo, allí enterré la dichosa medalla de oro —un regalo de mi madrina, de esos que se dan para celebrar el nacimiento de un nuevo ser humano—. «Luego la desentierro, como si fuera un tesoro que me acabo de encontrar», pensé con cierto grado de ternura. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando aparece a mi lado toda la tropa vendimiadora con la sanísima intención de alimentarse, era la hora del almuerzo. Botas de vino clarete refrescando a la sombra, un par de botijos de los grandes llenos de un agua fresquísima y sabrosísima —una pijada supina eso de tener que cargar con vasos hasta la viña—, y también táperes llenos de filetes empanados, tortillas de patatas con cebolla, como debe ser, y dos empanadas que mi abuela había preparado y llevado bien temprano al horno de leña de la panadería de Pablo, justo enfrente de casa, con unas hojas grandes de berzas por encima, como solía ser habitual. Una de batallón, con patatas, cebolla, costilla de cerdo y chichos, y otra de sardinas. Todos ellos manjares dignos de cualquier dios, y más en un contexto como aquel, de campo, en la viña, sucios y con toda el hambre que provoca el trabajo duro.

Todos nos trasladamos a un prado contiguo buscando un lugar cómodo para comer a la sombra de unos cerezos, que bien se agradecía, la verdad. Al rato, «José Luis —o sea, yo—, ¿dónde tienes la cadeniña de la Virgen de las Angustias?» «¡Ay!», pienso yo al instante mientras voy notando en mi interior ese agobio creciente que indica que se me había olvidado por completo rescatarla de su recién estrenado yacimiento arqueológico.

Y sí, efectivamente, por mucho que buscaron y buscaron, la medallita dedicada a la Virgen de la Quinta Angustia, patrona de Cacabelos, con su correspondiente cadena, todo en oro de dieciocho quilates, pasaron a pertenecer a la misma tierra de la que habían procedido. El camino de vuelta a casa en el remolque del tractor del tío Marino consistió en caras largas aderezadas con alguna que otra retahíla de «¡cagondiós, a quién habrá salido, hostia, que parece subnormal!» o similares.

No lo podría asegurar con rotundidad, pero creo que aquella «aventura» condicionó para siempre mi animadversión por cualquier tipo de collar, cadena o colgante, ya que nunca jamás volví a llevar uno o una… Bueno, miento, miento sin darme ni cuenta: sí que llevé una cadena con eslabones bien gordos cerrada con un buen candado, pero eso sucedió en mi época más punkie y no duró más allá de ocho o nueve meses. En cambio, sí que tuve que ir a vendimiar en muchas, demasiadas ocasiones. Y sí, el vino me gusta, aunque sin exagerar, pero me gusta, sobre todo si se trata de un buen godello o un buen mencía de los de mi pueblo, Cacabelos.

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