La historia tristemente interminable — Omnivoraz

La historia tristemente interminable

Un relato de ficción realista.

Me despierto con la sensación de que una manada de caballos me ha pasado por encima. Al intentar abrir los ojos, noto cómo mis párpados pesan, como si llevasen siglos cerrados. Confundido y medio adormilado, veo a mi alrededor un montón de gente en camillas.

El relato

Trato de incorporarme, pero no lo consigo. Mi cuerpo pesa una tonelada. Cierro los ojos y suspiro. Entonces escucho a mi lado una voz dulce como la miel que, mostrando alegría a la par que preocupación, me pregunta cómo me encuentro. Vuelvo a abrir los ojos y la veo. Una enfermera, que por un instante confundí con un ángel, me repite la pregunta, a la que respondo que muy molido, pero creo que bien: «¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo he llegado aquí?». Acariciándome la cara, me contesta con su aterciopelada voz: «Considérate afortunado por haber salido de esta… Descansa un poco más y ya te lo explicarán todo cuando estés mejor». Deja una naranja en mi mano y, sin más palabras, continúa con su trabajo, atendiendo a los demás pacientes. Yo vuelvo a caer rendido en los brazos de Morfeo.

Me despierto de nuevo, esta vez con más facilidad y, a mi parecer, en mejores condiciones. Ella está a mi lado, mirándome con unos ojos profundos y oscuros, pero que poseen el centellear del cielo nocturno de agosto. «¿Cómo te encuentras?», me pregunta mientras pone su mano en mi frente. «Ahora mucho mejor que hace un rato». Esbozando una sonrisa que deja asomar las arrugas provocadas por el cansancio, me aclara que ese «rato» fue ayer y que llevo un día entero durmiendo. «¿Puedes levantarte?», a lo que asiento con la cabeza y, poco a poco, me siento en la camilla y me incorporo. Apoyándome en ella, me lleva a otra estancia, donde percibo más bullicio, y me ayuda a sentarme: «Aquí estáis los pocos afortunados de la semana pasada. Ellos te contarán lo que querías saber; yo no puedo parar, no damos abasto». Me da una manzana y se va, pero, antes de que estuviese demasiado lejos, le pregunto: «¿Volveré a verte? ¿Cómo te llamas?». Se gira y me mira: «Espero que sí… Soy Sophie». Me quedo allí, rodeado de aquellos vecinos de cama con más ganas de hablar que los anteriores, sin entender todavía lo que me había ocurrido.

Poco tiempo después de llegar, otra enfermera entra en la estancia con un carrito con comida para todos: sopa y un trocito de carne cocida, acompañados de un pequeño bollo de pan de maíz. Hasta ese momento no me había dado cuenta del hambre que tenía. Cada uno come en su cama, hasta terminar con la última miga de aquel pan de dioses. El hombre que ocupa la cama que está a mi izquierda comienza a hablarme: «¿Cómo estás? ¿Qué tal lo llevas?». Sin saber muy bien qué decir al respecto, le respondo que no sé que me ha ocurrido, y él inicia un relato que, a cada paso, me deja más perplejo: «¿De veras no sabes lo que te ha ocurrido, lo que sucede aquí? Tranquilo, yo te informo. Unos soldados te encontraron delirando en una carretera. Las fiebres que tenías eran tan fuertes que no contestabas con sentido a ninguna pregunta, así que te trajeron a este hospital privado, porque los públicos ya están desbordados. En la entrada ya estábamos esperando varios de nosotros y gente mayor. Un médico salió a vernos para decidir quién entraba y quién no, pues no hay sitio para todos los infectados, pero cuando descartó al primer anciano se desmoronó, llorando sin consuelo, y tuvo que relevarlo la enfermera, Sophie. Fue ella la que eligió quién sería hospitalizado y quién quedaba a la espera de una cama libre. Se puede decir que ella nos salvó a todos los que estamos aquí, y lo intentó con los que se quedaron atrás».

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Aún sin acabar de comprender el porqué de todo aquello, le pregunto a mi ya compañero qué es lo que causa esas fiebres, y si todos estamos allí por ellas. A la segunda cuestión responde afirmativamente, sin titubear. En cuanto a la primera, no esconde sus dudas, pues, a pesar de que sus superiores le habían dicho que no era más que una gripe fuerte, él no está convencido: «¿Una gripe que mata a tanta gente joven?», piensa en voz alta, y continúa relatándome muchos de los hechos acaecidos durante los días en los que he estado inconsciente. No doy crédito a todo lo sucedido en el país mientras yo me debatía entre la vida y la muerte. Se podría decir que a mis veinticinco años había vivido mucho, pero nunca nada como lo que está ocurriendo.

Ha pasado una semana y no he vuelto a ver a Sophie. Mis compañeros han ido contándome más detalles. Este hospital privado no nos dejará estar demasiado tiempo aquí, pues parece ser que, por cada día que un paciente está ingresado, le cobra una locura al Estado. De hecho, la empresa se está enriqueciendo a cuenta de esta gripe, como lo hizo años atrás con sus especulaciones con la alimentación de la población. Estoy inmerso en mis divagaciones cuando veo entrar a un médico de porte aristocrático que, mientras nos trata como a héroes, nos comunica que todos somos dados de alta. Recojo mis escasas pertenencias y, antes de marcharme, le pregunto a una enfermera por Sophie. La chica rompe a llorar desconsolada y, sollozando, me cuenta que su compañera está en el área de infectados de riesgo. El corazón se me cae a los pies… Estoy enamorado de aquel ángel que me había salvado, y ahora es ella la contagiada. Yo ya estoy curado, pero siento que debo estar a su lado. Se lo debo. Después de mucho discutir con algún médico, y de sobornar a otros con lo poco que tengo, logro llegar, por fin, junto a Sophie. Está dormida y ardiendo; nada de lo que le aplican le calma la fiebre. Solo pienso en lo que esa bella desconocida había hecho por mí, un perfecto desconocido también para ella, y me quedo allí, cambiándole los paños húmedos de la frente y agarrando su mano.

A la mañana siguiente se despertó, aún con fiebre; sonrió al verme y sus ojos volvieron a centellar: «Veo que estás curado, cuánto me alegro», dijo con un frágil hilo de voz. No pude evitar sonrojarme. «¿Qué tal estás, Sophie?». Sin contestar a mi pregunta, me dijo: «Cuéntale al mundo lo sucedido en estas fechas, sin alarmismos, pero con veracidad, para que la gente sepa sustituir el miedo y la ignorancia por la verdad y la precaución». Le hice una promesa: «Así lo haré», y cogí su mano: «Pero contigo a mi lado». Aunque ella estaba sentenciada, y lo sabía: «Escúchame, no voy a salir viva de aquí. Cada hora que pasa me cuesta más respirar, lo noto… Solo te pido eso… Que la gente aprenda y que nuestros dirigentes tomen nota para que esta situación no se repita. Continuemos el legado de Nightingale».

Sophie murió el 11 de noviembre de 1918 —curiosamente, el mismo día que se acabó la Gran Guerra— en el hospital privado que, como parte de su gran monopolio empresarial, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales tenía a las afueras de París. Pero su legado llegó muy lejos. Yo solo era un soldado francés que se contagió de la conocida como gripe española durante la Primera Guerra Mundial, en las trincheras del frente franco-alemán. La fuerza de aquella gripe fue tal que, por miedo a la deserción en masa, los mandos nunca nos informaron ni hicieron público el gran problema que se cernía sobre el mundo. Hasta aquel momento, la gripe siempre afectaba a las personas más ancianas o a la infancia, y eran pocos los casos complicados en personas en la flor de la vida. En cambio, la de 1918 atacó a todos por igual, cebándose en los que mejor debíamos haberla superado. Debido a su virulencia, a que los mandos invertían dinero en hacerse más ricos y crear más armamento para seguir guerreando un año más, mientras que nuestra alimentación era muy precaria y desequilibrada, y a que la prevención sanitaria no existía —en parte para no alarmar a las tropas—, la infección entró en nuestros cuerpos como cuchillo en mantequilla y pocos, muy pocos, sobrevivimos a aquella pandemia. Personas como Sophie dieron su vida por nosotros. Ella disfrutaba de buenas condiciones de salud, pero la falta de material de protección —que la dejó expuesta al letal virus—, trabajar hasta la extenuación para atender a todos los enfermos posibles, y el hecho de tener que decidir a quién se intentaba salvar y a quién no, constituyeron una combinación mortal. Eso último fue lo que más la debilitó, ya que, aparte del esfuerzo físico, el golpe psicológico que sufrió en esa época la desgarró por dentro, de un modo que solo ella misma supo.

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La historia

Sesenta años antes de la Primera Guerra Mundial, en el transcurso de la guerra de Crimea, la excepcional Florence Nightingale emergió como un faro de luz en las tinieblas. Aquella aristócrata licenciada en matemáticas sintió la llamada de la enfermería, un trabajo muy mal considerado por aquel entonces, y por el cual las mujeres que lo ejercían eran tildadas de lo peor. Formada en su nueva profesión, y aplicando las matemáticas y la lógica a la insalubre situación de los hospitales de campaña, consiguió reducir en un 60% la mortandad de los heridos en combate. Impuso la asepsia como primera orden y la buena alimentación como segunda, llegando incluso a costear fruta y hortalizas frescas para los lisiados. Cuando se produjeron las epidemias, aplicó de nuevo el sentido común para crear las barreras necesarias para evitar contagios masivos, atendiendo ella misma los peores casos, motivo por el que contrajo el cólera. Por todo su trabajo y sus aportaciones en el ámbito sanitario, hoy en día los licenciados en enfermería realizan el juramento Nightingale en muchas universidades, al igual que los licenciados en medicina lo hacen con el juramento hipocrático.

Sesenta años antes de la Primera Guerra Mundial, en el transcurso de la guerra de Crimea, la excepcional Florence Nightingale emergió como un faro de luz en las tinieblas.

En el año 1918 estalló una de las mayores pandemias de gripe recordadas a lo largo de toda la historia. La gripe H1N1 afectó a todo el mundo en un período de máxima complejidad, como era la Primera Guerra Mundial. Cualquier pandemia en condiciones normales, como la actualmente provocada por el virus SARS-CoV-2, puede ser demoledora. Pero, si a esto añadimos un conflicto bélico de tales dimensiones y la particularidad de las trincheras en Europa, la de 1918 nos muestra lo frágiles que somos, hasta puntos insospechados. Debido a que la prensa de España era la única que publicaba información sobre la infección, los países contendientes la denominaron «gripe española» para, a sabiendas de que no era cierto, intentar tranquilizar a sus tropas con la idea de que solo estaba en este país. Así, mientras los soldados pasaban hambre y estaban enterrados en aquellos barrizales que eran las trincheras, la pandemia se extendió por ellas como si fuesen autopistas.

A lo anterior se debe sumar que los países en liza gastaban mucho en armamento, pero poco en equipamiento médico para los hospitales y sanitario para los soldados. La mejor prueba de ello fue la extraordinaria Marie Curie, que, con dinero de su bolsillo, cargó una furgoneta con los recién descubiertos rayos X para ir al frente a atender a los militares con traumatismos. Incluso hubo muchas empresas privadas que se lucraron a costa de esta pandemia a través de hospitales improvisados. Se cree que la gripe del 18 acabó con el 10% de la población mundial; aunque las cifras varían mucho según los expertos, alrededor de sesenta millones de personas cayeron bajo la espada de aquella infección.

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Existen muchas dudas acerca del origen de aquella cepa de gripe, pero se cree que fue en Kansas, Estados Unidos, ya que allí se detectaron los primeros casos. Ese estado norteamericano fue uno de los lugares que se lucró —y mucho— con la Primera Guerra Mundial. Millones de hombres combatían en ambos bandos y necesitaban ingentes cantidades de alimentos, lo que supuso la aparición de la ganadería intensiva, que apartaría a la familiar por su incapacidad para producir lo suficientemente rápido para la contienda. Se considera que, con ese cambio de modelo ganadero, el virus de la gripe mutó y saltó a los animales, donde volvió a mutar para saltar de nuevo a los seres humanos. Así comenzó a expandirse como un viento huracanado por todo Kansas, y llegó al frente de la guerra con esos animales y con los reclutas estadounidenses. Una vez allí, no le costó nada extenderse por las trincheras y por los países, puesto que, a diferencia de lo que sabemos en este momento del SARS-CoV-2, la H1N1 quedaba flotando en el aire, a la espera de un nuevo cuerpo al que infectar.

A día de hoy la gripe de 1918 habría sido más fácil de detener, como se pudo comprobar con una de sus variantes más recientes, la gripe aviaria, que no llegó a aquellos niveles gracias a los medios con los que contamos actualmente, tanto antisépticos como antibióticos y antiinflamatorios. Aun así, debemos sacar varias conclusiones de aquel fatídico año 1918 que pueden resultarnos de utilidad en el presente, pero mucho más en el futuro:

  • Un cambio brutal en los medios de producción de alimentos, abandonando la ganadería extensiva para pasar a la superintensiva, supone la aparición de problemas no solo en lo relativo a la alimentación, sino también en el ámbito sanitario, ya que puede venir acompañado de nuevas variantes de viejas infecciones.
  • La falta de medios sanitarios solo crea más problemas, cuya dimensión apreciamos cuando ya es demasiado tarde, como en el contexto actual. La sanidad se ha ido desmantelando paulatinamente, debido a la crisis económica según lo que nos quieren hacer creer. Ahora vemos cómo todo recurso es escaso, sin olvidarnos de la cantidad de profesionales de la medicina que han tenido que emigrar por la anulación de plazas para ejercer, o por el cierre indiscriminado de centros.
  • En momentos de crisis sanitaria está claro que solo la transparencia y la calma nos conducen por el camino correcto para salir de ella. Todo lo que no siga estas premisas no hace más que generar bulos y caos.
  • Y la más importante de todas: la pandemia de 1918 parecía imparable. De hecho, a la ola inicial le siguieron dos más, de las que se considera que la segunda fue la más letal, aunque este dato posiblemente se deba a la ocultación de las cifras reales de muertos durante la primera, para evitar añadir más alarma durante la contienda. Sin embargo, fue posible pararla cuando se firmó la paz que puso fin a la Gran Guerra, y una vez que los expertos en la materia de todos los países, combatientes o neutrales, comenzaron a trabajar en equipo. La mal llamada gripe española solo se consiguió detener olvidando las diferencias y los intereses particulares.

Aprendamos de la historia y construyamos una sociedad mejor para, en la medida en que depende de nosotros, evitar que la magnitud de los daños se repita, pues la naturaleza siempre seguirá procurando abrirse camino.

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