Crónica utópica de la pandemia — Omnivoraz

Crónica utópica de la pandemia

Un relato de Alarico de Roque, ganadero.

El nuevo coronavirus llegó a Europa en enero de 2020, procedente de China. Parece ser que, fruto de la presión que el ser humano ejerce sobre la naturaleza, el virus mutó y saltó a las personas. Ante la propagación de la enfermedad ya conocida como COVID-19, la Organización Mundial de la Salud —OMS— la calificó como pandemia global, e inmediatamente se comenzó con la investigación para encontrar una vacuna. En ese momento todos nos aferramos a nuestra culta sociedad, a sus valores, y a la preparación de nuestros gobernantes y científicos, pensando si todo este engranaje sería lo suficientemente robusto y estaría a la altura de las circunstancias.

Crónica utópica de la pandemia — Omnivoraz

El Gobierno central y la oposición apartaron sus diferencias para iniciar un proceso de protección social jamás visto hasta entonces.

A mediados de ese mismo mes, y antes de que se detectasen casos de contagios, en España se cancelaron todos los actos multitudinarios para evitar una precoz expansión del virus. El Gobierno central y la oposición apartaron sus diferencias para iniciar un proceso de protección social jamás visto hasta entonces y, acto seguido, se seleccionó un «comité de sabios» independientes sobre la materia: sanitarios, científicos y representantes de la sociedad en todas sus capas.

A partir de ahí, para evitar el alarmismo que podía derivar de la información ambigua o falsa sobre esta nueva enfermedad, se expuso con precisión públicamente la realidad del riesgo al que se enfrentaba el conjunto de la sociedad, y se recomendó a la población que saliese lo menos posible a espacios concurridos. Posteriormente, se declaró el estado de alarma por unanimidad parlamentaria, para regular un confinamiento preventivo y todo lo relacionado con esta situación excepcional, en la que fue extremadamente importante la abierta colaboración de las Administraciones autonómicas.

En las grandes ciudades, a fin de reducir el contacto entre los habitantes de sus distintas zonas, las compras en establecimientos cerrados se organizaron por horas y por barrios, siempre con media hora de margen entre un turno y otro, un tiempo que se aprovechaba para la desinfección. Las grandes superficies contrataron trabajadores para servir los pedidos en caja y, así, evitar el trasiego de consumidores por los pasillos. Además, les llevaban la compra a casa a las personas con limitaciones físicas. A mayores, como forma de arrimar el hombro, proveedores, intermediarios y distribuidores acordaron mantener el precio de venta de los alimentos de primera necesidad, e incluso rebajar algunos, sin necesidad de que el Gobierno les instase a hacerlo. Todo ello con el único objetivo de ayudar a la población confinada en su economía, trastocada a causa del parón obrero y autónomo derivado de la crisis sanitaria.

Como mediante el estado de alarma se garantizaba el abastecimiento de alimentos, los ciudadanos demostraron un renovado sentimiento de comunidad: compraban aquello que necesitaban —y, si podían, un poquito más, solo lo justo para tener una pequeña provisión ante una posible cuarentena por contagio—, dejando también para los demás y dando tiempo a reponer los productos que llegaban diariamente en el transporte.

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La gente también demostró un gran civismo implicándose en el cumplimiento de las normas para la contención del virus.

La gente también demostró un gran civismo implicándose en el cumplimiento de las normas para la contención del virus. Por su parte, el Estado se incautó de todas las existencias de mascarillas y guantes para, con una transparencia absoluta, distribuirlas entre la población de manera equitativa y sin coste directo para los ciudadanos, priorizando el reparto en las zonas de mayor problemática sanitaria. De este modo, los más desfavorecidos tuvieron el mismo acceso a los medios de protección que los más ricos, impidiendo el acaparamiento de este material en las manos más acaudaladas y la especulación.

Con unas buenas normas, creadas y aplicadas en tiempo y forma, quedaba encajar el golpe lo mejor posible. Empezaron a diagnosticarse los primeros infectados, que llegaban a hospitales en los que había medios y camas suficientes para todos y áreas aisladas en las que poder realizar un buen corte sanitario. Gracias a que siempre se había realizado una recaudación de impuestos lógica, basándose en el nivel de renta y de beneficios empresariales, y en la persecución de los evasores y de la corrupción, las arcas del Estado estaban llenas para poder reforzar la ya extensa plantilla de los centros hospitalarios, lo que permitía a los profesionales de la medicina trabajar quince días y parar otros quince, a modo de descanso y cuarentena.

La robusta sanidad del rural evitó la entrada del virus en el campo, y esto propició que la gran producción de alimentos no se detuviese en ningún momento.

Por suerte, el coronavirus no llegó a extenderse por las áreas rurales, debido, en gran medida, al excelente sistema sanitario de los pueblos. La población local no necesitaba acudir a los hospitales provinciales, excepto para pruebas complicadas u operaciones quirúrgicas. La robusta sanidad del rural evitó la entrada del virus en el campo, y esto propició que la gran producción de alimentos no se detuviese en ningún momento. Es más, incluso se llegó a incrementar para abastecer gratuitamente a los más necesitados, pues los dignos y justos precios de compra a los agricultores y a los ganaderos así se lo permitieron. Esta producción agroganadera también proveía de alimentos frescos y sanos a los habitantes de las ciudades, en donde los mercados de proximidad eran los más visitados desde hacía tiempo. Todo esto era posible, y funcionaba como una máquina bien engrasada, porque las zonas rurales estaban pobladas de gente que cultivaba el agro.

Solo faltaba legislar para que la recuperación de esta pequeña —por bien atajada— crisis sanitaria fuese lo mejor y más rápida posible. Los grupos parlamentarios se pusieron manos a la obra todos a una, dejando a un lado sus propios beneficios políticos, y aprobaron una serie de normativas que favorecieron al conjunto de la población. En primer lugar, se ordenó continuar con la suspensión de la enseñanza presencial hasta tener una vacuna. Mientras tanto, como se disponía de buena cobertura en cualquier punto del territorio y las plataformas existentes eran muy aptas, las clases se impartirían vía internet. Ni una sola alumna y ni un solo alumno se quedaron atrás en su aprendizaje académico.

A continuación se decretaron medidas temporales de apoyo económico para todas aquellas personas que, debido a la cuarentena, habían visto suspendidos sus ingresos, tales como: la entrega de bonos canjeables por comida y demás necesidades imprescindibles, o la exención total del pago de las facturas de medios de comunicación y de energías —gastos asumidos por unas empresas suministradoras más que bien saneadas—. Para blindar el buen funcionamiento que el sector primario había demostrado durante la pandemia, se reguló también la fijación de los precios mínimos en origen para los productos de primera necesidad, lo que evitaría que esta posterior crisis económica se llevase por delante a muchos artesanos o trabajadores por cuenta propia agrarios.

Todos los niveles de la red comercial y empresarial contribuyeron para ayudar a sus consumidores y usuarios habituales en un momento tan duro, y estos correspondieron cumpliendo su parte con responsabilidad y cautela. Así, gracias a todas esas normas, a la concienciación social de la situación que atravesaba el país, y a la unión colectiva por el bien común, se consiguió una cierta estabilidad.

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La gran inversión en investigación que siempre se había hecho y mantenido daba sus frutos en los momentos de máxima necesidad.

Con todo este nuevo sistema en marcha, la gran inversión en investigación que siempre se había hecho y mantenido daba sus frutos en los momentos de máxima necesidad y en diciembre llegó la mejor de las noticias: ya había una vacuna efectiva contra el SARS-CoV-2. En enero de 2021 se inició su producción masiva, para lograr que en el mes de abril toda la población del país estuviese vacunada.

La crisis provocada por la COVID-19 en España se había saldado con 54 000 infectados y 654 fallecidos, todo un éxito de una sociedad digna del siglo xxi. La pérdida económica fue escasa, pues, allí donde fue necesario, el Estado actuó con presteza adelantando subvenciones o reduciendo impuestos razonablemente. Aunque el Producto Interior Bruto —PIB— sufrió un descenso del 2% en el año 2020, se recuperó con creces en 2021. Toda la investigación desarrollada en torno a la vacuna contra este coronavirus y el repunte de las industrias textil y sanitaria, por la producción propia de equipos de protección individual —EPI—, antisépticos y medicamentos, provocaron un incremento de un 4%.

Por su parte, los empresarios comprendieron el valor del trabajo cara al público de sus asalariados y, por fin, esto se reflejó en los convenios laborales y en sus correspondientes tablas salariales. Además, mantuvieron las medidas de prevención implantadas durante la pandemia, y reajustaron las de protección higiénico-sanitaria. En vista de la eficacia del teletrabajo, también se decidieron a invertir en la digitalización de sus negocios, lo cual favorecería la conciliación de la vida laboral y familiar en caso necesario, más allá de un obligado confinamiento.

En cuanto al sector primario, fue tal la recuperación del reconocimiento social y económico de su valor, que los distintos Gobiernos —central y autonómicos— realizaron grandes inversiones en proyectos que redundarían en un regreso a la producción sostenible y en una nueva «cultura de la alimentación», basada en la importancia de una dieta variada y equilibrada, con productos frescos y de proximidad.


¿Aprenderemos algo de lo que está ocurriendo para enfrentarnos de forma eficaz a otra futura pandemia? ¿O aunar una buena gestión política y social en tiempos de crisis seguirá siendo una utopía?

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