Pestes en la antigua Roma: gestión de pandemias sin vacuna ni antibióticos — Omnivoraz

Pestes en la antigua Roma: gestión de pandemias sin vacuna ni antibióticos

Un artículo para aprender de los errores y aciertos del pasado.

Pese a los múltiples avisos de los expertos, la crisis sanitaria provocada por la pandemia de COVID-19 ha cogido desprevenidos a la inmensa mayoría de los países del mundo, sin saber muy bien cómo gestionarla. En momentos como este, en los que ninguna orientación sobra, cobra especial importancia volver la vista atrás y revisar la historia.

En este artículo retrocedemos hasta la antigua Roma para conocer cómo un mismo imperio, disponiendo prácticamente de las mismas herramientas, afrontó dos epidemias de manera muy distinta, y comparar las diferencias entre ambas formas de gestionar tanto la crítica situación causada por la propagación de una enfermedad infecciosa como sus consecuencias. Así, con la perspectiva que el tiempo nos otorga, tratamos de dilucidar cuáles son los factores que componen la fórmula de una gestión correcta y cuáles la de una catastrófica, con el objetivo de aprender de los errores y aciertos del pasado, para evitar repetir los primeros e imitar los segundos.

La peste antonina (165-180 d. C.)

En el año 165 d. C. comenzó a extenderse por casi todo el Imperio romano una epidemia que, según los indicios existentes, pudo ser de viruela. Lucio Vero, que llevaba cuatro años como coemperador junto con Marco Aurelio, transportó la infección con sus legiones desde las fronteras de Oriente en Mesopotamia hasta Roma y, en su camino de regreso, la fue propagando por toda la parte oriental del imperio. La enfermedad recibió el nombre de «peste antonina», en referencia a la dinastía a la que pertenecían ambos emperadores.

Por aquel entonces residía en Roma un renombrado médico griego, Galeno de Pérgamo. Al ver las dimensiones de la peste y el poco caso que los ciudadanos hacían a sus consejos, decidió trasladarse al campo, donde la viruela afectaba mucho menos debido a la baja densidad de población y a una mejor salubridad. Pero Marco Aurelio, como hombre letrado que era —sería conocido como «el Filósofo»— y basándose en la sabiduría de su mejor médico, lo mandó llamar para atajar la peste en la medida de lo posible. Galeno regresó a la ciudad acudiendo a la llamada del emperador, a quien tenía en tan alta estima como a su propia vida.

Aunque, desde el punto de vista actual, las primeras medidas de contención de la enfermedad adoptadas por Galeno eran indudablemente acertadas, fueron muy criticadas en su época. En los 15 años que duró la pandemia, murieron alrededor de 5 500 000 habitantes, cifra de la que resulta una media de 1000 fallecidos al día. Sin embargo, gracias a escritos de los cronistas contemporáneos de Galeno, se sabe que en sus momentos álgidos había días en los que morían más de 3000 personas. No es de extrañar, por tanto, la dureza de las normas impuestas por el médico griego.

Para empezar, toda casa en la que aparecía un infectado o en la que se sospechaba que alguien podía estarlo quedaba totalmente confinada y en cuarentena hasta observar la evolución de la infección. En cuanto a los fallecidos, el traslado de cadáveres solo podía hacerse con previo permiso de las autoridades, y nunca por el centro de la ciudad —como era costumbre en los ritos funerarios, sobre todo entre los más adinerados—. Además, como debían ser enterrados lo antes posible, también se normativizó la construcción de sepulturas, para evitar las que se prolongaban varios días —lo que nos dejó unos años en los cuales los mausoleos en Roma brillan por su ausencia—.

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Marco Aurelio legisló para que los ciudadanos romanos sufriesen lo menos posible las consecuencias de la también conocida como «plaga de Galeno».

Por su parte, Marco Aurelio, emperador único desde la muerte por viruela de Lucio Vero en el año 169 d. C., legisló para que los ciudadanos romanos sufriesen lo menos posible las consecuencias de la también conocida como «plaga de Galeno». A tal fin, se limitaron los abusos de la jurisprudencia civil, para evitar así la búsqueda de cabezas de turco y la expoliación de herencias, y se crearon medidas favorables para los menores, alimentando a los más pobres e intentando que los demás recibiesen su herencia; para las viudas, haciéndose cargo de que no sufriesen abusos y aceptándolas como perceptoras de la herencia, en el caso de no existir un descendiente varón; y para los esclavos, evitando que fuesen sacrificados para pedir a los dioses la curación de la peste y liberando a aquellos que veían morir a su domine o señor.

Puesto que Roma había perdido más del 10% de su población —una gran crisis poblacional y económica—, se firmó la paz con varios pueblos bárbaros para permitir su asentamiento en los campos y se dieron más tierras a los soldados jubilados. De este modo, se intentaba restituir la producción agrícola y reducir el gasto en ejército —se jubilaban más soldados y eran menos los bárbaros con los que batallar—.

Lo cierto es que estas medidas funcionaron bien durante los primeros años. Galeno supo recoger datos fiables y observar la infección para contenerla, pero también salvó vidas informando a la población sobre cómo debían actuar. Todo esto, sumado a sus múltiples descubrimientos en el ámbito de la medicina, hizo que pasase a la historia por su buen hacer y que su nombre propio se convirtiese, hasta hace un par de siglos, en el nombre común de los médicos.

El Imperio romano sobrevivió a una crisis de la que parecía no poder salir, pero no así el emperador que tan diligentemente la había gestionado. En el año 180 d. C., al tiempo que el último brote de peste se apagaba, Marco Aurelio sucumbía a la misma enfermedad que tanto había combatido, ascendiendo al trono imperial su hijo Cómodo.

Entre pestes (180-249 d. C.)

El emperador Cómodo, del que conocemos un reflejo bastante fiel de su personalidad gracias al cine, fue quizás la primera grieta para la caída del Imperio romano. Aunque derogó muchas de las reformas creadas por su padre, las fronteras que este había dejado tan pacificadas le permitieron llevar una vida de lujo y desenfreno por la que delegó la actividad legislativa en manos de unos oligarcas con intereses muy particulares y que tardarían mucho tiempo en soltarla. Así, un Estado que debía estar remontando económica y socialmente se convirtió en corrupto y opresor a más no poder, en el que se expropiaban tierras a pequeños granjeros con las que crear grandes latifundios para algún patricio adinerado o con influencia sobre el emperador.

Con estos mimbres, la economía decayó y el comercio se frenó, pues el dinero estaba en manos de unos pocos y la mayoría tenía lo justo para pasar el día. Eso sí, Cómodo y sus asesores revivieron más que nunca la tan manida frase «pan y circo»: mientras que se gastaban ingentes cantidades de dinero en los espectáculos de gladiadores, fieras y demás —en los que incluso el propio emperador, en múltiples ocasiones, bajaba a la arena autoproclamándose la reencarnación de Hércules—, el pan que se repartía entre el público constituía la mejor y más abundante comida de la mayor parte de los espectadores.

El legado de Cómodo tras su asesinato en 192 d. C. fue que, en poco más de setenta años, pasaron por el trono imperial más de treinta emperadores —cinco solo en el año siguiente a su muerte—. Algunos de ellos tuvieron un mandato duradero e intentaron devolver la cordura al imperio, como fue el caso de Septimio Severo, que, con la ayuda de Galeno y bajo su dirección, pudo contener un rebrote de la viruela en Egipto.

El siglo iii fue, sin duda, un momento de fragilidad absoluta para un imperio que estaba en manos de legiones, que proclamaban emperadores a sus generales, y de pretorianos, que asesinaban a emperadores a cambio de dinero. A su vez, ese efectivo procedía de aquella oligarquía que no quería perder la preponderancia que Cómodo le había otorgado y que había sido heredada dentro de sus propias gens —clanes familiares de patricios romanos—. A pesar de los esfuerzos realizados por el gran Marco Aurelio, todo lo que sobrevino después de su gobierno fue una hecatombe tras otra. Así, mientras los germanos presionaron las fronteras, la corrupción y la inflación hundieron la economía de un imperio que ya no era más que un espejismo de lo que había sido con el emperador filósofo. Esta situación nos demuestra que la buena actuación frente a una pandemia no es necesariamente un factor de seguridad para el futuro.

Peste de Cipriano (249-269 d. C.)

Por si todo lo anterior fuese poco, en el año 249 d. C. estalló una nueva pandemia en el Imperio romano. Aunque no existen datos suficientes para determinar qué agente infeccioso la provocó, los expertos sospechan que, por su modo de actuar, pudo tratarse del Variola virus —un rebrote de viruela—, del virus del Ébola o de uno de la gripe especialmente duro. Fuese cual fuese la causa, esta fue una de esas epidemias que dieron un giro a la historia.

Cipriano, por aquel entonces obispo de Cartago, fue quien más escribió sobre esta peste, no solo para describirla, sino, sobre todo, aprovechándose de ella para hacer ver a la población que los cristianos eran los únicos que afrontaban sus consecuencias con entereza. Incluso llegó a extender el rumor de que no afectaba a los seguidores de Cristo, lo que supuso una moderación en las duras persecuciones del emperador Decio a los cristianos, que pasaron de ser el chivo expiatorio por excelencia a compartir esa condición con otros sectores de la sociedad. Todo esto contribuyó a que lo que era una pequeña comunidad religiosa empezase a crecer en número a tal velocidad que Constantino I la acabaría proclamando religión oficial del Imperio romano. La primera consecuencia de esta pandemia fue, por tanto, la gran explosión del cristianismo dentro del imperio. Como anécdota, cabe comentar que, aunque la Iglesia siempre ha argumentado que eran perseguidos por el mero hecho de ser cristianos, el cristianismo prohibía adorar a otro que no fuese su propio dios, y la adoración al emperador era obligatoria en Roma. No obstante, los buenos gobernantes, como Marco Aurelio o, posteriormente, Aureliano, más centrados en solucionar problemas que en buscar culpables donde no los había, no daban gran importancia al hecho de ser adorados por el pueblo, por lo que estas persecuciones fueron mucho menores durante sus mandatos.

Pestes en la antigua Roma: gestión de pandemias sin vacuna ni antibióticos — Omnivoraz

La peste cipriana hizo temblar los cimientos del Imperio romano y a sus habitantes a lo largo de veinte años.

La peste cipriana hizo temblar los cimientos del Imperio romano y a sus habitantes a lo largo de veinte años. Según ciertas estimaciones, murieron un total de cinco millones de personas, lo que recrudeció la crisis imperial con hambrunas e invasiones bárbaras. Durante ese intervalo de tiempo se sucedieron oficialmente en el mando siete emperadores, que nada pudieron hacer —o nada hicieron— para contener la propagación de la virulenta enfermedad. La falta de un médico como Galeno asociado a un emperador como Marco Aurelio se notó para mal, y en el año 260 d. C. —once después del inicio de esta pandemia— la terrible crisis provocada por todo lo anteriormente expuesto desembocó en la división del imperio en tres. Incapaz de proteger a sus ciudadanos, Roma quedó como un imperio central flanqueado por el Imperio galo, que abarcaba gran parte de la Galia, Hispania y Britania, y el Imperio de Palmira, que llegó a extenderse por parte de Anatolia, Siria, Palestina y Egipto.

En 270 d. C., un año después de que se diese por finalizada la peste de Cipriano, llegó al trono imperial Lucio Domicio Aureliano, un hombre distinto a sus predecesores inmediatos. Este emperador ilirio se propuso, como muchos otros, reunificar el imperio, lo que consiguió por la fuerza de las armas y la estrategia. La primera y más lógica de las medidas adoptadas por Aureliano para paliar la crisis total en la que se había sumido el Imperio romano fue alimentar a la población más desfavorecida con las arcas del Estado. Su siguiente paso fue perseguir la corrupción con mano de hierro, con lo que desbancó a muchos recaudadores de impuestos corruptos y les devolvió tierras robadas a los pequeños agricultores. Pero quizás su acción más conocida fue la intervención en la ceca, donde su administrador, Felicísimo, se quedaba con gran parte de la plata destinada a acuñar las monedas. Además de la terrible devaluación, esto suponía que se usase más el trueque que el pago, lo que restaba a las arcas estatales una cantidad enorme de dinero procedente de la recaudación de impuestos. Apoyado por parte de la oligarquía más potente de Roma, Felicísimo se rebeló contra Aureliano, pero fue ajusticiado por el emperador, igual que muchos de sus apoyos. Este acto y la posterior recuperación de impuestos provocaron cierta solvencia económica.

A mayores, viendo lo inútil que era luchar en la frontera contra los bárbaros, Aureliano abandonó la Dacia —actual Rumanía— y, con un acuerdo previo de ayuda mutua, dejó que se asentasen allí los germanos. Como consecuencia de esta decisión, también se sanearon las cuentas del ejército y se rebajó el gasto militar, lo que fue aprovechado para mejorar las infraestructuras existentes —acueductos, calzadas, etc.— y para construir otras nuevas. En previsión de la invasión de pueblos germanos, lo que veía como una gran amenaza, amuralló las ciudades más importantes del imperio. Roma, Narbona, Barcino —actual Barcelona— o Lucus Augusti —actual Lugo— deben sus murallas a este militar, que demostró ser también un buen gobernante.

Sin lugar a dudas, las acciones emprendidas por Lucio Domicio Aureliano recuperaron en buena medida un imperio muy tocado por la pandemia sufrida, y sentaron las bases para que, nueve años después, el emperador Diocleciano le diese una nueva forma y una mejor vida a una cultura con tendencia a autodestruirse. De hecho, las reformas que llevó a cabo fueron tantas y tan importantes que, tras su asesinato en 275 d. C., el pueblo clamó y el Senado accedió a que, hasta la elección por consenso de un sucesor, su mujer, Ulpia Severina, fuese regente de una de las sociedades más machistas que han existido, así que se podría decir que fue la primera César de Roma.

Conclusiones

Como hemos visto, durante la peste antonina se demostró que un buen gobierno puede realizar una gestión con la que la sociedad salga lo mejor parada posible. Pero también que eso no es suficiente, pues tan importante es lo que se haga durante el tiempo que dure la pandemia como después de ella, y en la salida de aquella plaga, lejos de recuperarse, el Estado más avanzado de su época comenzó su decadencia.

En la peste de Cipriano, por el contrario, podemos observar cómo, a pesar de la experiencia previa, las medidas adoptadas no fueron las adecuadas o, directamente, no existieron. Sin embargo, una vez que la pandemia finalizó, un emperador, en solo cinco años de mandato, emprendió las acciones e hizo las reformas necesarias para que su imperio se prolongase en el tiempo y, sobre todo, para que su población no continuase sufriendo las consecuencias de veinte años de peste.

En resumen, lo que debemos tener claro es que, tras cualquier pandemia global, el mundo cambiará y dejará de ser tal y como lo conocemos. Con la peste antonina se sentaron las bases para la caída del Imperio romano, y con la de Cipriano el cristianismo se extendió por Europa. Al fin y al cabo, los virus y las bacterias llevan milenios modificando nuestras estructuras sociales y, aunque tecnológicamente estemos mucho más avanzados que aquel majestuoso imperio, esto seguirá sucediendo. En lo único en lo que tenemos poder de intervención es en que ese cambio sea para mejor o para peor.

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