Virus nuevos y pandemias viejas
Una opinión de David Casal.
Las ganaderías de leche fueron de las pocas empresas y centros de trabajo que se vieron libres del coronavirus, desde el punto de vista sanitario y de sus efectos en forma de confinamiento y desescalada en los meses de marzo a agosto —y tememos que en los que están por venir—. Su trabajo apenas varió desde el 14 de marzo, o incluso se vio incrementado por el aumento de la demanda de leche y sus derivados a nivel estatal y mundial en los últimos meses.
La Federación Nacional de Industrias Lácteas —FENIL— informó de que el consumo de productos lácteos en los hogares españoles aumentó en un 20,3% durante la pandemia, llegando a haber un incremento de hasta el 45% en algunas semanas. Como es habitual, este organismo da una de cal y otra de arena señalando que las dificultades de exportación —no dice cuáles— y el cierre del canal HORECA —HOteles, REstaurantes y CAfeterías— lastraron el consumo —no dice en cuánto—. La FAO —Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura— reconoce que puede haber una contracción del 4% de las exportaciones, pero también que el incremento de la producción mundial en 2020 puede ser del 0,8%. Que no se exporte no significa que no se venda y, si hay excedentes, las industrias pueden comprar muy barato y almacenar esos productos en formato polvo durante años, hasta que les convenga sacarlos al mercado.
Pero no se trata de entrar en una guerra de cifras y estadísticas, sino de enfocar lo que está pasando con las ganaderías desde el punto de vista sanitario, porque, igual que el oídio o el mildiu en los viñedos, los ganaderos tienen que afrontar ahora plagas desgraciadamente ya tradicionales. La más grave es el virus de la avaricia de las industrias lácteas, que este año adoptó la forma de «coronacontrato», es decir, ataca directamente en el sistema financiero de las granjas y, como síntomas, causa una bajada unilateral del precio que el productor recibe por su leche, una ruptura o reforma de las condiciones pactadas y plasmadas en contrato y una amenaza jurídica por parte de la empresa. Es un virus especialmente agresivo porque suele presentarse con uno o dos días de antelación, dejando al ganadero postrado y padeciendo la fiebre de «lo tomas o lo dejas… Y a ver quién te recoge la leche» —así de macarra—.
Aunque los diferentes Gobiernos de Santiago, Madrid y Bruselas dicen llevar años buscando la vacuna o el tratamiento para poner fin a esta letal enfermedad, lo cierto es que parece que en lugar de avances hay retrocesos. Ahora se está probando un nuevo fármaco en forma de reclamación de los productores por lo que dejaron de ingresar entre los años 2000 y 2014, un medicamento que reforzaría el sistema financiero de las granjas porque les permitiría recuperar lo que no les pagaron en ese período. En cualquier caso, no es de efecto inmediato y los ganaderos tendrán que convivir alrededor de seis años con los síntomas del virus, que es lo que se estima que tardarán en llegar las sentencias firmes. Y eso si se ganan los pleitos, que veremos. Por no hablar de los pacientes que «murieron» innecesariamente y que hoy podrían seguir con la actividad ganadera de haber cobrado lo que correspondía. Porque no es solo la falta de relevo generacional lo que lleva a cerrar granjas; el factor de la avaricia industrial causa iguales o peores estragos en la salud del sector lácteo.
Otro virus, en este caso de apariencia similar a la botritis o a la peste vieja, es el de la ilusión. Sí, por extraño que parezca. No hay 31 de diciembre en el que las cooperativas, las organizaciones agrarias y las asociaciones de productores no brinden por que el año entrante sea el que por fin nos traiga los precios justos y necesarios para que las ganaderías tengan estabilidad y rentabilidad, pero ese año nunca llega y, si llega, dura un mes y no doce. Tal vez sería buena cosa ir pensando en intervenir sobre la suerte en lugar de limitarse a esperar a que cambie. Un tratamiento de choque. O la ilusión de que cada vez está más cerca la creación del gran grupo lácteo gallego de base cooperativa y probada competitividad que ha de traer litros a cuarenta céntimos, vacas de cinco lactaciones a razón de sesenta litros diarios y reducciones de costes hasta que producir salga casi gratis… Por soñar que no quede. Dice la Biblia que hay más alegría en el cielo por un arrepentido que por cien justos; el gran grupo gallego se tenía que haber constituido hace cuarenta años y esperemos que no pasen otros cuarenta antes de que llegue el arrepentimiento.
Vemos, pues, que el cuadro clínico de las ganaderías no invita al optimismo. A las enfermedades crónicas y pandemias viejas —falta de mano de obra y de relevo generacional, precios bajos en origen, falta de unidad, costes disparados, fauna salvaje, etc.— hay que añadirles ahora estas mutaciones de los virus de la avaricia y de la vana ilusión. La resistencia de los ganaderos parece infinita, pero no olvidemos que todo tiene un límite. Y acabemos con la parte buena: gracias al coronavirus no se pueden celebrar jornadas, simposios, seminarios o cualquier otro formato bajo el que se reúnan especialistas del sector para dejar constancia escrita de los problemas que ya se conocen y para proponer las mismas soluciones de siempre sin especificar cómo aplicarlas. Algo bueno tenía que tener.