Cómo esconder un cadáver y que nadie lo vea
Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.
Fotos: Bea Ramos y Jose Santiso.
Supongamos que cometo un asesinato, con la premeditación y la paciencia requeridas para organizarlo a la perfección y que la policía no me pille con las manos en la masa. Sigamos confabulando e imaginemos que, una vez llevado a cabo, todo ha resultado según lo previsto. Ahora llega el momento más complicado, el que me permitiría salir indemne de un delito de homicidio —más que— voluntario: cómo esconder el cadáver y que nadie lo vea.
Ya tengo en mis manos el cuerpo sin vida. ¿Cuál es la mejor manera de esquivar la ley para poder salir airoso de este crimen? Por mi cabeza pasan mil y un lugares para esconderlo: enterrarlo, emparedarlo, sumergirlo en ácido sulfúrico, descuartizarlo y tirar los pedazos en un pantano lleno de caimanes… En fin, que todos hemos visto bastantes series policíacas como para saber que, sea cual sea el método empleado, nuestros planes siempre pueden verse truncados por un testigo inoportuno o por un investigador de la policía científica demasiado avispado. Entonces, en un momento de lucidez, me acuerdo de Norman Bates y me doy cuenta de que, si no quiero llevar la atención hacia su «desaparición», en vez de ocultar la que indudablemente es la mayor prueba del delito, lo que debo hacer es dejar el cadáver a la vista de todos y convencerlos de que no está muerto, sino que solo está en otra fase mejor de su existencia. Lo que no contaré al resto del mundo es que el beneficiario de la gran herencia de la víctima es el asesino, o sea, yo.
Pues bien, esto es, ni más ni menos, lo que ha pasado con nuestra sanidad pública, un crimen planificado y perpetrado mucho tiempo antes de enfrentarnos a una pandemia como la actual. Si no me creéis, seguid leyendo y, cuando terminéis, si lo que estáis viendo no son los restos mortales de nuestro sistema sanitario, sino que os parece que está experimentando un salto a una vida superior, rebatidme.
La sanidad pública nunca necesitó de la mano privada, pues quién mejor que el Estado para organizar adecuadamente los servicios de salud y, gracias a la recaudación de los impuestos suficientes, dotarlos de recursos, para que sean efectivos, modernos y, sobre todo, que salven vidas. Incluso estábamos tan seguros de esto que se incluyó en la Constitución, en concreto, en el artículo 43: «1. Se reconoce el derecho a la protección de la salud» y «2. Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto».
Sin embargo, este era un pastel demasiado apetitoso, así que la alargada sombra del capitalismo pronto se le echó encima. La oportunidad para cometer el crimen estaba servida. Obviamente, todos pagaríamos lo que fuese necesario para poder mantener nuestra salud, así que se empezó por privatizar las cocinas y los comedores de los hospitales, pasando por la limpieza, el mantenimiento y la reparación de las instalaciones y los aparatos, y llegando hasta la supervisión de ciertas salas especializadas. Un conjunto de servicios añadidos a la sanidad pública bajo la premisa de un bien común: el ahorro de dinero, ya que todo lo privado es más eficiente. El siguiente paso sería crear hospitales privados, o semiprivados, que, con lo caro que resulta poner uno a funcionar, es mejor empezar con un fifty-fifty, y ya se privatizarán por completo cuando estén bien equipados. Siempre, también, en aras de una mayor y mejor eficiencia, ya que saldrá más barato que si tuviese que hacerse público.
Con el cadáver en sus manos, el asesino necesitaba poner en marcha su coartada. Había llegado el momento de desviar la atención y convencer a los demás —los contribuyentes—, de que la víctima «está en un lugar mejor». Con ese fin, se debía recortar lo suficiente en salud pública para que los posibles testigos —los enfermos— mirasen hacia otro lado —el que interesaba al asesino— y acudiesen o se derivasen a los centros privados —que ya se sabe que un hospital de esta condición sin clientes no da dinero—. Se eliminaron camas, médicos, enfermeras, personal de limpieza —si se iba a poner en riesgo la salud de los ciudadanos, mejor contribuir desde dentro— y se evitaría renovar la maquinaria, excepto, claro está, que algún multimillonario tuviese el mal detalle de hacer una donación y, para justificarla, obligase a comprar alguna cosa que otra. Toda esta reducción del gasto público se iría trasladando, poco a poco, a financiar pruebas y consultas en la sanidad privada —donde los especialistas de la pública ya se han hecho también un hueco—.
A día 1 de enero de 2020 nos encontrábamos en la situación descrita hasta ahora. En ese momento hizo su aparición la más peculiar policía científica, una con menos miramientos de los que cualquier asesino podría esperar: la COVID-19, que llegó con la total intención de desvelar lo que, hasta entonces, se consideraba un crimen perfecto.
A pesar de que se había cometido un asesinato tan minuciosamente organizado, con una mentira bien trabajada funcionando como coartada, el coronavirus se plantó en la escena del crimen y, con mayor rapidez que cualquier Gil Grissom u Horatio Caine que se precie, puso al descubierto el cadáver y las evidencias que apuntaban directamente al asesino: en los hospitales no había suficientes camas, ni aparatos, ni médicos, ni enfermeras, ni equipos de protección individual —EPI—… Resumiendo, reinaba la insuficiencia. Las carencias eran de tal magnitud que los centros sanitarios privados —esa mejor vida a la que, supuestamente, ha pasado la sanidad pública, o sea, la víctima— fueron obligados a atender a pacientes a los que no podrían emitir una factura. Pero, ¡oh, señor!, resulta que ellos disponían de menos medios todavía, y la coartada cayó por su propio peso, más muerta que el propio muerto. Quizás os preguntéis por qué. La respuesta es muy fácil, y constituye una prueba irrefutable: la sanidad pública está concebida para cuidar de nuestra salud, tengamos los recursos económicos que tengamos, mientras que la privada lo está para ganar dinero y, cuanto más escasos sean los medios de los que disponga aquella, mayores serán los ingresos de esta.
El asesino, un conjunto de políticos y empresarios que, en un acalorado intento de eximirse de sus culpas y acusar a otros, ni siquiera tienen la decencia de respetar a los jueces y «guardar orden en la sala», se presenta ante el tribunal, que es la ciudadanía, justificando la absoluta escasez de medios y la imprevisión con el argumento de que nadie podía contar con que esto ocurriese. Sin embargo, la COVID-19 presenta sus alegaciones con pruebas concluyentes: la primera es que los recursos necesarios para frenar la epidemia de SARS-CoV-2 son exactamente los mismos que si se produjese una de neumonía o gripe, lo que demuestra que la sanidad ya se encontraba bajo mínimos en condiciones normales, para hacer frente a agentes infecciosos conocidos —e incluso previsibles—. Y la segunda es que el aviso de una posible pandemia global está publicado en todos los canales de la Organización Mundial de la Salud —OMS— desde hace más de tres años, por lo que la falta de previsión parece más una falta de interés.
Con los hechos consumados y el caso de asesinato de la sanidad pública debidamente expuesto, ahora depende de nosotros, defensores de la víctima —que para algo pagamos unos impuestos que la protejan— y jueces en las urnas, emitir un veredicto y dictar una sentencia por este crimen que ha resultado ser imperfecto.