Ellos son gigantes
Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.
«En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra». —Don Quijote de la Mancha
La energía eólica llegó a nuestras vidas hace ya varias décadas. El objetivo del desarrollo de esta tecnología era aprovechar la fuerza del viento para apoyar a las centrales nucleares, térmicas, hidráulicas y demás fuentes de generación de electricidad en la producción de esta energía. Muy bien acogida desde el principio, en parte, por lo llamativo de sus molinos y, en parte, por la sensación de sociedad avanzada que nos producían, fue creciendo lentamente.
Los primeros parques eólicos que vimos en nuestras tierras estaban en montañas de altitud media; por lo general, lugares despoblados o casi despoblados, emplazamientos con poco valor agronómico o forestal, y con fauna y flora escasas, aunque no por ello menos importantes. Cualquier persona con dos dedos de frente defendía aquellas primeras instalaciones, una energía inmensamente más limpia que la procedente de combustibles fósiles, menos traumática para el medio ambiente que la hidráulica y mucho menos peligrosa que la nuclear. La electricidad llegaba del viento, «sin más implicaciones» que el daño que pudiese sufrir la población de aves de la zona.
Sin embargo, hoy en día esta fuente de energía se está convirtiendo en la más demandada por las empresas productoras de electricidad; así, nos pueden colar sus porcentajes de renovables en la factura como lavado de cara mientras suben sus tarifas en plena cuarentena pandémica o en mitad de una ola de frío siberiano. Estas empresas que, para la explotación eólica, solicitan permisos de dudosa condición a las autoridades —y los obtienen— son las mismas que activan las famosas puertas giratorias por las que esos ministros, consejeros o presidentes del Gobierno, tan pronto como finaliza su carrera política, pasan a formar parte de su junta de administración; el do ut des —doy para que des— que tan bien saben poner en marcha los industriales y los políticos de primer nivel. Y todo esto se debe, única y exclusivamente, a que la fuente de energía —el viento— es inagotable y gratis para esas empresas.
De la noche a la mañana, esas agrupaciones de aerogeneradores y los terrenos adyacentes —conocidos como poligonales— han pasado de ser zonas de aprovechamiento eólico a ser zonas de utilidad privada para la explotación del viento, un bien que no pertenece a nadie, pero que nos venden muy caro. Esto conlleva que los propietarios del monte en el que se sitúa tal o cual parque sean meros espectadores de su instalación. Hasta aquí todo podría ser masticable —según cómo tengan ustedes sus dientes—, pero ¿qué pasa cuando esto afecta a una zona aún poblada, con sus granjas, sus negocios, sus viviendas, sus tierras de producción agrícola, sus ilusiones y sus problemas?
Esa declaración de uso aplasta todo derecho de los afectados, sin más preámbulo que una opaca exposición pública de la que apenas el 1 % de los propietarios conocen su existencia. En este punto, una energía renovable, como es la eólica, se transforma en un expolio. En el mejor de los casos, la riqueza que un parque eólico revierte sobre la zona afectada es de un 0,7 % de sus beneficios. Este «pago» es, sin duda, lo más irritante de un proceso de devastación de la naturaleza, de destrucción de puestos de trabajo, de gente que migra a la ciudad, dejando atrás ese rural vaciado que tanto apoyan nuestros políticos durante sus campañas electorales.
El término «expolio» se refiere al «delito de incautación del patrimonio histórico, arqueológico y artístico sin el permiso de las autoridades». Si esta acepción nos habla de diversos tipos de bienes, también debemos extenderla a aquellos que son privados o comunales: montes, fincas, manantiales, fuentes, etc. Lo que es absolutamente inadmisible es esa condición de que se produzca «sin permiso de las autoridades», ya que en el caso eólico se produce en total connivencia con las autoridades, las cuales, como hemos visto, también se lucran del mismo expolio que propician. ¿Por qué salen adelante estos proyectos? Por la sencilla razón de que es necesario mantener en movimiento la rueda que las empresas energéticas han construido.
El expolio eólico no solo afecta a las edificaciones o al medio y forma de vida preexistentes, sino que también influye directamente en el verdadero cambio socio-energético que puede llegar a producirse: la concesión empresarial de explotación eólica de, por ejemplo, la extensión de medio ayuntamiento no permitirá a sus habitantes explotar el recurso del viento en esa zona. Esta es la manera más brutal, a través de la transición ecológica —el cambio que tanto nos prometen que mejorará nuestras vidas y el planeta—, de generar una revolución en el mercado de producción energética para que todo siga como está, es decir, con las fuentes de energía en manos de las empresas que se lucran con el viento y venden el kilovatio a un precio cada vez más alto, aprovechando para su bolsillo y nuestra subyugación un recurso natural que no pertenece a nadie, pero es de todos. Por supuesto, al Estado también le conviene esta continuidad, puesto que, a través de esos kilovatios, nos grava impuestos sobre un bien tan esencial como es la energía.
Esta transición energética, tan manoseada en el último año, no es más que un cambio en la fuente de energía. La verdadera transición sería posible si nuestros gobernantes incluyesen el componente social en la ecuación eólica y fotovoltaica. Sería algo así como el aprovechamiento del viento para generar electricidad entre todos y para todos; que empresas públicas desarrollasen planes equilibrados conjuntamente con la población de cada zona, estableciendo precios que cubriesen los costes y colocando los parques en función de las necesidades energéticas de cada lugar. De esta manera, las áreas periféricas no cargarían con las consecuencias de macroparques levantados por empresas privadas que solo buscan instalaciones baratas y ventas caras.
En el ámbito económico, Galicia es una zona especialmente hurtada, ya que produce electricidad eólica e hidráulica en grandes cantidades y, sin embargo, la población gallega paga una factura más cara que otras zonas, como Madrid, que no sufren ni la cuarta parte de las consecuencias de la instalación de estos gigantes «de los brazos largos». Pero ¿qué consecuencias son esas?, porque la energía eólica es limpia, renovable y casi tan pura como una clarisa… Aparte del dato jurídico de que las empresas del sector se adueñan de la explotación eólica de la zona que quieren —no en vano, el organismo que tramita los parques eólicos es la Dirección de Minas—, el impacto ambiental y visual que provocan en nuestros montes es tremendo.
«Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino». —Don Quijote de la Mancha
Con un aspa apuntando al cielo, los nuevos aerogeneradores miden entre ciento sesenta y doscientos metros de altura —desde el pie hasta la punta—, y tienen un diámetro de giro de ciento cincuenta metros. Como respondió don Quijote a su fiel escudero: «Ellos son gigantes». Si a esto añadimos que se sitúan en zonas con fauna y flora únicas, el desastre ecológico está servido. Además, en buena parte de Galicia se destruyen los manantiales de agua; «el país de los mil ríos» tendrá que cantar, como Rosalía: «Adeus ríos, adeus fontes». Toda esta devastación trae consigo la despoblación, el triste abandono de tantos lugares que, aun contando con un buen número de habitantes, estarán condenados a formar parte del rural vaciado —que no vacío, hasta ese momento—.
Las condiciones de vida se endurecerán, sobre todo en cuanto a la salud, que se resentirá gravemente, no solo por los aerogeneradores, sino también por las líneas de evacuación de alta tensión eléctrica que llevan asociadas. Aldeas rodeadas de molinos, que pueden colocarse hasta a quinientos metros de distancia de las viviendas y que exceden, por mucho, los decibelios de cualquier calle de ocio nocturno o de los botellones multitudinarios. Las horas de sombra que proyectarán sus aspas sobre esas tierras y esos hogares, que han estado ahí desde mucho antes de la llegada de estos colosos, pero que se verán desahuciados por el ruido, las obras y las luces intermitentes en la oscuridad de la noche —una tortura física que pueden confirmar los médicos… y algún espía que usaba el ruido o el parpadeo de la luz para sacar información a sus prisioneros—.
Y todo ello cercado por una red de tendidos eléctricos de alta tensión; esos cuchillos sin fin que, si ya cortan nuestra tierra, ahora, además, se prevé que discurran por zonas habitadas. El aumento exponencial de los casos de cáncer en los lugares donde este atentado contra la sociedad se ha cometido desde hace años es evidente; de hecho, dentro un área determinada, solo hay que comparar el número de afectados por la enfermedad entre los habitantes próximos a esas líneas eléctricas y los que viven más alejados de ellas.
No obstante, muchos de los estudios orientados a demostrar la relación entre los campos electromagnéticos y diversas enfermedades físicas y mentales no son concluyentes «por falta de datos» —no se ha probado la causalidad—, pero no se descartan sus efectos nocivos sobre la salud —alteraciones biológicas en las personas expuestas— y se demandan más investigaciones. A pesar de todo, los nuevos parques eólicos proyectados actualmente en Galicia tendrán líneas de evacuación de alta tensión a escasos metros de las casas y las granjas, y atravesarán zonas turísticas o de gran valor ecológico. Nos venden que esta es la vertebración de un rural vacío cuando, en realidad, este es el empujón definitivo para un rural vaciado.
Esas mismas líneas de alta tensión requieren de un espacio de quince metros a cada lado en el que el monte debe permanecer «limpio», es decir, no puede haber plantas ni un solo árbol. La propia energía que desprenden también empuja a la fauna salvaje a concentrarse en zonas menos «infestadas de eólicos», lo que supondrá mayor presión de esta fauna en las zonas por las que no pasa la alta tensión. Una tormenta perfecta para, insisto, vaciar todavía más el ya bastante olvidado campo.
Otro gran perjudicado es el sector primario, sobre todo en la actividad agroganadera y forestal. La ley nos dice que la primera es compatible con lo eólico, quizás porque no se lo han preguntado a las vacas. La segunda, por las distancias que debe guardar con los molinos y los tendidos eléctricos de media o alta tensión, que, al parecer, van a campar a sus anchas por los montes, ya que esta avalancha de proyectos eólicos sobre Galicia solo es la primera fase de lo que está por venir. Ninguna empresa con intereses económicos de este calibre pide la explotación eólica sobre dos mil hectáreas —equivalentes a dos mil campos de fútbol— para colocar tan solo catorce molinos… Las posteriores ampliaciones de estos parques serán la estocada final.
Cierto es que la energía es un bien muy necesario en los tiempos que corren, y que España es deficitaria, pero, lejos de estar en contra de la eólica, mi postura es sencilla y lógica: si aquellos de los que depende un desarrollo rural sostenible no son capaces de llevar a cabo proyectos que lo hagan posible, entonces, igual que la energía producida se reparte, que las consecuencias de su producción sean, a su vez, repartidas, y no concentradas en veinte comarcas de montaña que serán devastadas por esta explotación sin mesura.
Si crees que lo que afecta a lo rural no va contigo, piensa qué vas a comer o a qué precio vas a pagar tus alimentos cuando no quede actividad agropecuaria suficiente para abastecer a la población. Lo rústico no se detuvo durante la pandemia, volvimos a comprar pan —de trigo, maíz o centeno da terra— y se multiplicaron las ventas de leche. Y, a pesar de que ese incremento no se vio reflejado en nuestros ingresos, aún somos muchos los ganaderos, agricultores, apicultores… que no desistimos de nuestro trabajo, porque somos conscientes de que producimos alimentos y queremos que sean buenos y suficientes para todos.
Piensa también en cómo quieres que sea el mundo en el que vives y el que quieres dejarles a los que vengan detrás. ¿Quieres una Tierra en la que disfrutar de la beneficiosa existencia de frondosos bosques, de caudalosos ríos, de variada fauna, de productivos campos de cultivo… o una naturaleza muerta? Es el momento —antes de que sea tarde— de reconocer la labor de aquellos que con su trabajo y con su modo de vida conservan este entorno, y de transmitir la importancia de respetar lo que nos rodea.
Y, por último, si lo que se pretende conseguir desde las altas esferas políticas es acabar con la dispersión de la población y, así, ahorrar en servicios —escuelas, médicos o telecomunicaciones—, ¿de qué vamos a vivir cuando estemos todos apiñados en las ciudades? Si el paro es un problema que lleva años encabezando las encuestas sobre las preocupaciones de la población, ¿qué sucederá cuando se multipliquen los habitantes urbanos porque los rurales han sido expulsados de su territorio?
Si defiendes un planeta sostenible y te defines como una persona solidaria, apoya al ámbito rural en esta lucha contra el expolio eólico. Energías renovables sí, pero no así.