La ventana — Omnivoraz

La ventana

Una opinión de Madanela Eiras.

Son las nueve de la mañana de un día cualquiera de confinamiento. Sentada en el sofá mientras me tomo un segundo café, miro a la ventana y reflexiono sobre toda esta situación. La enredadera que tengo en la estantería cae desde su maceta hasta el borde del estor, recogido a media altura, doblando la punta del tallo en busca de la luz exterior: «Vaya, tú también quieres salir». Me doy cuenta de que estoy hablando con una planta, algo que mi madre me había recomendado repetidamente, pero que yo jamás había hecho hasta ahora. Quizás la cuarentena me está afectando más de lo que creía, o quizás, simplemente, estoy perfilando una perspectiva más amplia de la vida.

En momentos así es cuando tomo plena consciencia de que apreciar la importancia de lo cotidiano o que pase desapercibido depende exclusivamente de uno mismo —la asignatura pendiente de una sociedad siempre apresurada—. Desde que comenzó este encierro forzoso, he visto cómo las redes sociales se han llenado de buenas intenciones y grandes propósitos que, al más puro estilo de una costumbre de Nochevieja, se posponen para «cuando esto pase». Entre ellos está empezar a valorar lo que nos rodea, pero que, curiosamente, se limita a aquello de lo que estamos separados o que no podemos hacer temporalmente. Parece que lo que queremos siempre está fuera de nuestro alcance, y solo queda la opción de lamentarse. Esto no es más que seguir jugando al gato y al ratón, mirar a lo lejos, y perpetuar el dicho de que «no se sabe lo que se tiene hasta que se pierde», como si no pudiésemos hacer nada al respecto. La clave está en que no basta con saber que esos detalles del día a día son valiosos, porque esto solo implica a la razón, sino que se debe, además, involucrar a la emoción y reconocer que cobran valor por lo que nos aportan, por el auténtico sentido que dan a nuestras vidas. Ahora es cuando se debe decidir qué es lo verdaderamente importante y aferrarse a ello.

La ventana — Omnivoraz

Parece que lo que queremos siempre está fuera de nuestro alcance, y solo queda la opción de lamentarse. Ahora es cuando se debe decidir qué es lo verdaderamente importante y aferrarse a ello.

Más allá de lo que sucede entre estas cuatro paredes en las que se ha convertido mi mundo —o, tal vez, precisamente por eso—, no puedo evitar imaginar cómo habría llevado esta situación si se hubiese dado cuando era joven y vivía parte del año en la aldea. Estoy convencida de que todo esto habría sido distinto para mí, pues allí no solo podría estar al aire libre sin peligro para nadie, sino que tendría una huerta y, posiblemente, algunos animales. Unos recursos que ahora —como entonces— me permitirían autoabastecerme de alimentos frescos, en vez de depender de lo poco que queda a las once de la mañana en los establecimientos de este pequeño pueblo de interior en el que resido actualmente. Supongo que siempre he tenido una querencia por el rural que me ha llevado a regresar a él en la medida de lo posible, pero aquí me sigue sobrando asfalto y faltando campo.

Voy a hacer la compra a las once porque me niego a enfrentarme a la guerra en la que se convierten las tiendas y los supermercados a primera hora, cuando la gente se agolpa en sus puertas para conseguir productos frescos, principalmente hortalizas, carnes y pescados. Así que he decidido priorizar la reducción del riesgo de contagio y huir de la aglomeración, resignándome con lo poco que quede o, en su defecto, con las conservas de verduras y las frutas que los demás dejan porque les falta brillo —artificial—. La resiliencia es imprescindible en los tiempos que corren.

Ese poco tiempo de «contacto» con la gente es el que me lleva en ocasiones como esta, en las que estoy aburrida de tanto ordenador y tanta tele, a volver la vista a la ventana y realizar las típicas conjeturas sobre qué podría haber sido distinto durante una pandemia de estas dimensiones si el mundo funcionase de otra manera —nada utópico—. Pienso en que es posible que nuestro modo de alimentarnos fuese diferente si nuestra cesta de la compra no dependiese exclusivamente de las grandes cadenas de distribución, si el campo no hubiese sido abandonado de forma tan abrupta, dejándolo a merced de las industrias y corporaciones de intermediarios que se lucran a base de pagarles miserias a agricultores y ganaderos. Si no se hubiese forzado a la población rural a renunciar a la tierra por falta de medios para vivir, de servicios básicos, puede que tampoco hubiese que temer un posible desabastecimiento.

En esta situación excepcional tampoco se ha hecho nada para blindar el sector primario ni para garantizar un suministro de alimentos accesible para el conjunto de la población.

Pero la realidad es que en esta situación excepcional tampoco se ha hecho nada para blindar el sector primario ni para garantizar un suministro de alimentos accesible para el conjunto de la población. Así, ahora más que nunca, hemos quedado sometidos a las decisiones de unos —supuestamente— grandes empresarios que, aprovechando la inestabilidad de esta cuarentena, incrementan los precios de venta al público hasta en un 46%, mientras siguen pagándoles lo mismo —lo mínimo— a sus proveedores del rural. Al final, consumidores y productores del sector agropecuario somos prisioneros de un sistema en el que a los primeros nos dicen qué debemos comer —sea bueno, malo, de aquí o de Pekín—, mientras que a los segundos los mantienen en un precario equilibrio, siempre al filo de la quiebra, para que no se salgan de la rueda.

En ese desinterés por el agro también existe un componente de distanciamiento social, previo al que estamos experimentando a causa de la COVID-19. El progresivo desapego que se ha ido produciendo entre la población urbana y la rural es grave, muy grave, porque el desconocimiento que generará esa ruptura en las generaciones venideras supondrá unas pérdidas culturales, sociales y económicas irrecuperables. No obstante, observo que ese alejamiento también existe dentro de los propios territorios rurales. No es raro escuchar a personas que viven y trabajan en el casco urbano de un ayuntamiento formado mayoritariamente por núcleos de población en el campo referirse al rural como algo ajeno, limitado a la agricultura y la ganadería, como si ellas mismas y sus negocios no fuesen rurales. Cuando las aceras, los pasos de peatones y un par de semáforos te hacen sentir urbanita, algo en tu identidad se resiente profundamente.

Una de las consecuencias de esa falta de comunicación —bidireccional— entre campo y ciudad es la creación de unos conceptos de compromiso medioambiental y de sostenibilidad muy difusos. Aunque la pandemia que nos azota ha surgido justo cuando la compra de productos agroganaderos empezaba a ser más local y directa, de pronto parecen haberse olvidado las protestas de los agricultores, la crisis del cambio climático, e incluso a Greta Thunberg. Si bien en este momento inicial no estamos en situación de poder afirmar o negar rotundamente ninguna posible causa de la expansión del nuevo coronavirus, resulta curioso que se ponga el punto de mira en la globalización, que provoca tanto daño al medio ambiente y al rural y que, sin embargo, se olvida a la primera que nos vienen mal dadas.

Son las diez y media. Tengo que empezar a equiparme —ya no es solo vestirse— para salir. Miro la enredadera y siento que ambas queremos lo mismo: oxígeno, luz solar y alimento. Los seres vivos no somos tan distintos al fin y al cabo. Pienso en mis padres y en cómo, a pesar de haber tenido que trasladarse a la ciudad para sobrevivir —el campo en este país hace décadas que agoniza—, se esforzaron por mantener en nosotros, sus hijos, unas raíces rurales robustas. Nos concedieron el privilegio de conservar el contacto con la tierra y con las gentes de las que aprendimos a conocer y respetar la naturaleza y sus ciclos, algo frente a lo que los seres humanos somos casi insignificantes, y por ello les estaremos eternamente agradecidos. Tal vez tardemos años en recuperarnos social y económicamente de este golpe, pero, si no aprendemos a valorar esas cosas cuya importancia, por cotidianidad o por distanciamiento, nos pasa desapercibida, la recuperación será tremendamente frágil.

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