La confirmación del miedo — Omnivoraz

La confirmación del miedo

Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.

En Empatizar desde el confinamiento os contaba lo poco que esta cuarentena que estamos viviendo cambia la vida en una granja. Lo cierto es que todo sigue más o menos igual, salvo por el hecho de que los profesionales y proveedores que nos visitan diariamente, y que al principio del estado de alarma usaban las más básicas barreras para evitar contagios, ahora extreman las medidas de prevención y las cumplen a rajatabla. Esto no es una llamada de atención, pues muchos de ellos ni siquiera contaban con todos los equipos de protección individual —EPI— que eran necesarios, sino, simplemente, una confirmación de que la gente se va concienciando cada vez más del riesgo que supone la COVID-19 para uno mismo y para la sociedad. Parece que las cifras de esta pandemia provocan en nosotros el afloramiento de ese sentimiento que tanto me gusta mencionar: la empatía.

La confirmación del miedo — Omnivoraz

En donde yo vivo, hace años que padecemos las nefastas consecuencias que han acarreado una importante serie de recortes en los servicios de nuestro pequeño centro de salud.

Lamentablemente, con el paso del tiempo también se van confirmando mis miedos respecto a la posible gestión de esta crisis sanitaria en el campo, aquellos que compartí con vosotros en un artículo anterior y que tienen su origen en el precario estado de nuestro sistema sanitario, y con «nuestro» me refiero al del país, en general, y al del rural, en particular. Decía un gran sabio: «Que tus miedos no te dominen o se acabarán cumpliendo»; la primera parte de la cita no es mi caso, pero sí la segunda. En donde yo vivo, hace años que padecemos las nefastas consecuencias que han acarreado una importante serie de recortes en los servicios de nuestro pequeño centro de salud, sobre todo en el área de pediatría. Disponemos de un único médico para nuestros hijos, compartido, además, con otros tres centros de distintas localidades, lo que ha supuesto una considerable reducción de los días y horas de atención en cada uno de ellos —ya se sabe que la bilocación es exclusiva de Santa Teresa—. Y no es por falta de niños, puesto que solo con los de nuestro centro el pediatra ya tiene a su cargo la misma cantidad que cualquier otro en una ciudad. Esto se debe, sencillamente, a esos continuos tijeretazos. Una situación de locos en un rural que agoniza, ya que muchas parejas jóvenes que piensan tener descendencia —lo que contribuiría a la repoblación de estos territorios— se ven prácticamente expulsadas a zonas con mejores servicios.

Si a esa escasez asistencial preexistente le sumamos la crisis sanitaria actual, cabe preguntarse qué pasaría si uno de nuestros niños tuviese una urgencia —no relacionada con el coronavirus— el día en el que no disponemos de servicio de pediatría. En tal caso, no nos quedaría otra que desplazarnos a la capital de provincia que nos corresponde por área sanitaria —que, por cierto, está a más de cincuenta minutos de trayecto en coche— para llegar a un hospital donde se incrementa exponencialmente el riesgo de contagio de este virus, debido a la mayor carga viral que allí se concentra y ante la que las barreras de protección son mucho menos eficaces. Solo hay que ver la cantidad de sanitarios que se han contagiado como consecuencia de su trabajo a pesar de los EPI —homologados o fruto de un ingenio obligado a agudizarse para sobrevivir—. Sin duda, acudir a un complejo hospitalario lejano con dolencias que podrían ser atendidas en un centro de salud próximo es una buena manera de extender esta infección. Por suerte, aún no hemos tenido que enfrentarnos a esto.

La confirmación del miedo — Omnivoraz

A pesar de todo este miedo al contagio que puedo tener, es mucho peor la inmensa pena de ver cómo se destruye una buena sanidad pública para convertirla en un negocio.

Sin embargo, sí que se ha presentado otro escenario que nos ha dejado igual de desprotegidos: que el infectado por coronavirus sea el propio pediatra. Gracias a la mala administración —o, más bien, a la absoluta carencia de una organización eficaz— de la sanidad pública en el ámbito rural, ¿por cuántos centros de cuántos ayuntamientos puede propagar este nuevo virus un profesional sanitario antes de saber que es portador? Por supuesto, el primer afectado que hay que lamentar en este caso es ese médico, que ha tenido que exponerse al contacto con un mayor número de personas distintas, aumentando sus posibilidades de contraer la COVID-19, y también en diferentes lugares, lo que lo ha convertido, a su vez, en un vector de diseminación con un radio de acción mucho más amplio —tanto durante el período de incubación, antes de presentar síntomas, como si hubiese resultado ser asintomático—. Y, obviamente, por otra parte, estamos los mismos afectados de siempre, los eternos olvidados: los habitantes del rural, que hemos estado en contacto con ese más que evidente foco de contagio y que, durante su ausencia por la enfermedad, hemos quedado sin servicio de pediatría una vez más, aunque en esta ocasión durante un mes tan crítico como el que acabamos de pasar.

Poneos por un momento en mi lugar e imaginaos ante la pandemia más peligrosa sufrida en el último siglo, con niños en casa y sin un pediatra que los atienda, viéndoos obligados a meteros en «el ojo del huracán». ¿No os sentiríais desamparados por un sistema del que sois contribuyentes como el que más?

A pesar de todo este miedo al contagio que, como cualquier persona, puedo tener, es mucho peor la inmensa pena de ver cómo, a base de ahorrar en nimiedades, se destruye una buena sanidad pública para convertirla en un negocio. Una acción que tiene consecuencias que ya son un hecho, como que nuestro rural esté progresivamente más vacío, abandonado, y otras mucho más imprevisibles, que pueden afectar al conjunto de la población, como ha puesto en evidencia esta pandemia.

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