Empatizar desde el confinamiento — Omnivoraz

Empatizar desde el confinamiento

Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.

En estos tiempos de Corona y virus, y todos los males habidos y por haber, en los que todos —o al menos la mayoría con cerebro— vemos limitados nuestros contactos sociales, llegado ese momento en el que descubrimos que esto no es tan fácil como el primer día, intentemos poner el corazón cuando miramos a nuestro alrededor. Urge el uso de toda la empatía que seamos capaces de reunir en nuestro confinamiento.

Durante los últimos días, quienes tenemos hijas e hijos nos preocupamos de que continúen con sus tareas escolares lo mejor posible. Aun contando con la ayuda de los profesores vía telemática, tenemos que sacar a relucir toda nuestra paciencia, y por eso debemos recapacitar hasta darnos cuenta del gran trabajo que realizan los docentes. Aunque durante cualquier curso lectivo normal nos parecen simples funcionarios, gran parte de ellos están ahí por vocación, y si a nosotros nos cuesta ser pacientes con uno, dos o más pequeños, imaginemos sus clases con quince, veinte o algunos más. A pesar de la abrumadora situación que atravesamos, aquellos con mayor dedicación a la enseñanza siguen preocupándose por sus alumnos, e interesándose por su estado y su aprendizaje. Desde luego, en los múltiples reconocimientos que estamos viendo en las redes sociales y en los medios de comunicación, ellos están entre los más olvidados, por eso desde aquí quiero recordar que son fundamentales, siempre, y hoy todavía más.

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Como ganadero no puedo dejar pasar la ocasión de nombrar a otro grupo de profesionales que nos acompañan en los momentos más complicados de nuestro día a día: los veterinarios clínicos. Cuando escucho a compañeros de profesión quejándose de que ellos, como otros, «viven de nosotros», no alcanzo a comprender el nivel de autosuficiencia desde el que lanzan semejante afirmación. Y, por supuesto, no la comparto. Hay que saber identificar al enemigo, no atribuir esta condición a todo aquel que nos rodea. Ganaderos y veterinarios nos necesitamos mutuamente, pues formamos parte de un mismo engranaje: nosotros tenemos que producir alimentos con la mayor salubridad posible, y procurando siempre el bienestar de nuestros animales, y ellos se encargan de cuidar de su salud. Acuden siempre que se les necesita, pero es su trabajo —no son una ONG—, y debemos respetarlo como reclamamos que se respete el nuestro. Si a alguien le molesta tener que recurrir a ellos, tal vez debería haberse formado para realizar sus funciones, pero basta ya de infravalorar el conocimiento, que lo suyo les habrá costado —como el nuestro—. De hecho, quizás por ese conocimiento, los más profesionales se han convertido en las personas con mayor consciencia de los riesgos que implica este maldito virus, al menos en el campo, donde siguen atendiendo cualquier urgencia con la normalidad de quien sabe que las mejores herramientas en estos casos son la precaución y saber mantener la calma, sobre todo dando ejemplo. Han contribuido a concienciar a la población de la extrema necesidad de limitar los movimientos y los contactos en esta primera quincena de la cuarentena, para evitar la rápida expansión de los contagios, y saben que tendrán que arriesgarse aún más cuando llegue lo peor, porque el sector agropecuario no puede parar de producir, ya que de él depende el abastecimiento de alimentos para un país que se ve inmerso en una guerra contra un enemigo invisible, y que no sabemos cuánto durará. Ellos también tienen familia, no lo olvidemos.

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Como habitante del territorio rural, donde el envejecimiento de la población es, ahora más que nunca, una espada de Damocles, reclamo empatía hacia los mayores.

Por supuesto, como habitante del territorio rural, donde el envejecimiento de la población es, ahora más que nunca, una espada de Damocles, reclamo empatía hacia los mayores. Muchas de esas personas, vivan solas o no, tienen problemas de salud crónicos —algunos graves—, enfermedades mentales o neurodegenerativas. Esta situación pasa factura, y a ellos más que a nadie. Reflexionemos un momento: son gente que no entiende la cuarentena, pero procura respetarla lo máximo posible, pues, si su memoria se lo permite, todavía recuerdan la posguerra. Además, los ancianos que padecen la demencia o el Alzheimer en su fase inicial viven solos en sus casas, sin recibir asistencia a domicilio debido a la falta de inversión pública, o a las terribles e interminables trabas burocráticas a las que hay que enfrentarse para conseguirla. Esas personas —no olvidemos que lo son— sufren en su mayoría mucho más que cualquier otra, tanto que su enfermedad pisa el acelerador en situaciones como la actual. Sin ir más lejos, mi vecina es uno de esos casos, así que cuando termino el trabajo de la mañana, antes de comer, me asomo a la entrada de su casa solo para preguntar cómo lo lleva, cruzar unas palabras con ella y comprobar que todo está bien. Ella me contesta desde la ventana de su cocina. Son quince minutos que no suponen ningún esfuerzo para mí, pero para ella son suficientes para ir tirando un día más con sus «achaques». Si la cuarentena os parece dura, poneos en el lugar de estas personas por un instante y veréis que lo nuestro es una «fiesta». Espero que nuestros dirigentes presten más atención a esa parte de la población cuando esto termine y le faciliten la asistencia, ya sea de ayuda o de compañía durante una o dos horas diarias, porque eso significaría no solo no caer en el mismo error, sino evitar encontrarnos en la misma situación de desamparo en la que ellos se encuentran ahora cuando volvamos a vernos las caras con una pandemia como esta. Porque, con suerte, nosotros también envejeceremos.

No puedo terminar sin comentar una noticia que escuché hoy en la radio del tractor, mientras trabajaba. Me partió el alma… En los hospitales de Madrid es tal la saturación que deben decidir quién pasa y quién no a ocupar una camilla en la Unidad de Cuidados Intensivos —UCI—. Llevo todo el día preguntándome cómo hemos llegado a esto. Solo pensar en ser el médico que tiene que ejecutar el protocolo establecido me deja paralizado. Los habitantes de este país deberíamos encontrar la fórmula con la que exigir que la sanidad pública sea intocable, y no me refiero a que sea exclusivamente un problema de privatización —que también lo es—, sino de falta de recursos. Es indudable que la crisis económica anterior y sus recortes para quedar bien ante los mercados, sumados a esa privatización que lleva años trabajando en la sombra, y lo que se tardó en tomar las medidas de contención actuales, nos han llevado a este callejón sin salida.

Empatizar desde el confinamiento — Omnivoraz

Hasta ahora, la mala fortuna, la dejadez en acatar sin discusión las medidas de prevención y las limitaciones implantadas, incluso la excesiva confianza de gran parte de la sociedad en que esto no sería para tanto —a lo que, quizás, contribuyeron unos medios de comunicación que, incapaces de llamar a la calma desde la transparencia informativa, estuvieron más preocupados por quitarle hierro al asunto que en concienciar a la población de la que se avecinaba—, o quizás una mezcla de todo lo anterior, nos han llevado al elevadísimo número de hospitalizados y fallecidos por coronavirus en España. Pero, a partir de este momento, la mitad o más de la mitad de los muertos serán debidos a la falta de empatía, a la política de mercados —esa que nadie conoce pero que maneja nuestras vidas—, y a la que ve su beneficio en el desprestigio de la sanidad pública para empujarnos a recurrir a la privada. Lejos quedan aquellos días en los que en cada hospital debía haber disponibles, sí o sí, un determinado número de camas por habitantes, porque era un derecho social. Ahora hablamos de economía y cifras, pero cuando esta pandemia haya pasado, más que en los euros, nos fijaremos en el número de muertos, o los que se habrían salvado si, sin la más mínima empatía, las tijeras de esos mercados no hubiesen asomado sus cortantes narices en nuestra sanidad.

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