El coronavirus desde la aldea
Una opinión de Alarico de Roque, ganadero.
Un país parado por algo tan pequeño que no se puede ver con un simple microscopio. Dos enemigos invisibles, el virus y el miedo, se retroalimentan. Mientras, los humanos pagamos las consecuencias de ambos. Así veo la situación actual desde mi aldea. Pero, como siempre, las imágenes que se ven en televisión o en las redes son las de las ciudades. Nadie se acuerda de lo que pasa en el campo —bueno, algunos sí, para huir a él por temor al contagio—. Yo os voy a contar lo que ocurre aquí, aunque lo cierto es que, más allá del estado de alerta, hay poco que contar. La ausencia de novedades en el rural no es una novedad.
El trabajo con animales no puede parar, ya que ellos no entienden de decretos ni nada parecido. Además, los ganaderos formamos parte de la cadena de producción de alimentos de este país. Así que seguimos ordeñando a las vacas dos veces al día, dándoles de comer todo lo necesario —y algo más—, cuidando de su salud, amamantando a los terneros, atendiendo a las novillas y trabajando los campos. Si es necesario, el veterinario o cualquier otro técnico tienen que venir; así lo llevan haciendo desde el principio de la pandemia y, por eso, se lo agradecemos todavía más en estos días. El lechero no ha dejado de recoger la leche que producimos, ni los transportistas de entregarnos puntualmente el pienso. La vida sigue su curso normal, a excepción de las limitaciones impuestas por el Gobierno. Unas medidas que entendemos y respetamos: al fin y al cabo, uno de los pilares de nuestro trabajo es, justamente, saber controlar y combatir las enfermedades infecciosas para que nuestras vacas no se contagien —no en el caso del coronavirus, pues no les afecta—, y así lo llevamos haciendo toda nuestra vida.
Ahora bien, cuando leo las declaraciones de gente que vive en la ciudad, asumiendo esas restricciones a regañadientes y quejándose de la falta de esto o de lo otro, pienso que el hecho de que en los territorios rurales ya estemos acostumbrados a la falta de servicios, de lugares o actividades de ocio, etc. —puesto que, desgraciadamente, es algo que viene de lejos— quizás sea, en parte, una «suerte» en estos momentos, pues no nos supone mayor inconveniente —ni un gran cambio—. Mi único miedo en esta situación de incertidumbre es que, si en nuestro rural la existencia de un servicio sanitario escaso de personal y recursos siempre ha sido un problema, este pueda agravarse por las circunstancias actuales. Con esto no me refiero a los profesionales de la medicina, que los hay y siempre están dispuestos a hacer su trabajo, sino a los suministros médicos y a que se deriven a zonas más pobladas. Pero, sobre todo, me refiero a que en una zona como en la que yo vivo, en la que estamos más aislados del coronavirus —precisamente por la menor concentración de la población—, y en la que hace tiempo que se eliminaron los servicios de urgencias, tengamos que desplazarnos forzosamente a la capital de provincia en caso de emergencia —a casi una hora de trayecto—, porque allí sí que hay un alto riesgo de contagio. Este temor no es por mí, sino por los pequeños, ya que, si algo les sucede, aquí solo disponemos de pediatra tres días a la semana, unas horas, y tendríamos que llevarlos al posible foco de infección. Y, por supuesto, también por los mayores, pues ellos sí que podrían tener complicaciones en caso de traer el virus a casa.
La escasez de recursos más cercanos puede llevar a cualquiera de nosotros a transportar el virus a zonas libres de él. Sin embargo, una vez más, veo que los habitantes de las áreas rurales somos los más olvidados de la política —aunque no premeditadamente en este caso—, y que la carencia de servicios sanitarios en estos territorios es algo que parece pasar desapercibido para la mayoría de nuestros políticos —como siempre—, que parecen estar más preocupados por su gresca diaria que por resolver una situación por la que se viene reclamando desde mucho antes de encontrarnos en alerta por pandemia. A pesar de que parecía que contábamos con una ventaja inicial, hemos quedado relegados a un segundo plano demasiado habitual.