Curiosidades históricas: el equinoccio de primavera — Omnivoraz

Curiosidades históricas: el equinoccio de primavera

Un artículo sobre la historia de una fecha clave.

A las puertas del equinoccio de primavera, os contamos por qué desde la antigüedad este momento del año ha sido, y aún es a día de hoy, de gran importancia para la agricultura, la ganadería y, por extensión, para la historia de la humanidad.

Para empezar, es preciso explicar qué es el equinoccio de primavera. Simplificando mucho la parte científica, podemos decir que es el instante del año en el que, por la posición de la Tierra con respecto al Sol, el día y la noche tienen la misma duración. En el hemisferio norte las horas de luz diurna se han ido incrementando desde el solsticio de invierno, y lo seguirán haciendo hasta el solsticio de verano. Este momento marca el cambio de estación —de invierno a primavera— y, en el calendario, varía entre los días 19 y 21 de marzo. Precisamente porque la posición de la Tierra en la órbita solar provoca una disminución de las horas de oscuridad y un aumento de las temperaturas, este equinoccio tiene una gran repercusión en las actividades agroganaderas.

En la prehistoria, hace unos 12 000 años, los seres humanos que vivían en el hemisferio norte ya eran conscientes de la importancia del equinoccio de primavera, pues sabían que se iniciaba un tiempo de alegría para sus maltrechos y vacíos estómagos. Con el deshielo de las nieves, las plantas brotaban y los herbívoros regresaban al campo, multiplicándose con los partos que se sucedían durante esta temporada. El día comenzaba a ganar horas a la noche y se avecinaba un inminente período de abundante caza, a la que podrían dedicar más tiempo, así que, para reponer fuerzas tras el duro invierno, se alimentaban de los huevos que, cual regalo divino, ponían las aves migratorias procedentes del sur. Además, a partir de ese momento, comenzaba la estación en la que las plantas crecían y los árboles daban sus frutos, por lo que la época de recolección de frutos silvestres estaba próxima.

En la prehistoria, los seres humanos que vivían en el hemisferio norte ya eran conscientes de la importancia del equinoccio de primavera, pues sabían que se iniciaba un tiempo de alegría para sus maltrechos y vacíos estómagos.

Todas las penurias invernales se olvidaban y, poco a poco, el ser humano empezó a adorar a la Madre Tierra, que, con la llegada de la agricultura, propició el asentamiento de la civilización, por cuya influencia se fue convirtiendo en una divinidad más humana y menos espiritual. Así, se pasó de dar gracias a la primigenia Gaia por sus regalos en forma de alimentos, a pedir a la diosa Ishtar la bendición y fertilidad de las cosechas. Esta deidad, adorada bajo distintos nombres en Babilonia y las demás culturas adyacentes, fue adquiriendo más atributos, siendo considerada diosa del amor, la belleza, la vida y, por supuesto, la fertilidad.

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Esa mitología se extendió por más territorios, modernizándose con el paso del tiempo. En el Egipto faraónico, la diosa Isis heredó toda la parafernalia de Ishtar, pero con un toque más sofisticado. Seth, un dios del inframundo, había matado y descuartizado a su hermano y amante de la diosa Isis, el dios Osiris, inventor y dador de la agricultura y la religión, pero el gran poder regenerador de Isis, deidad de la fertilidad y la vida, resucitó a su amado. Fijémonos en este mito: el dios Seth —oscuro y cruel como el invierno— mata y descuartiza a Osiris —la agricultura, la fuerza que hace producir a la tierra—, pero Isis —la fecundidad, el amor, la belleza, o lo que es lo mismo, la primavera— resucita a esa fuerza productora de alimentos —Osiris—. La evolución de esta mitología fue distinta en las diversas culturas y religiones precristianas, pero conservó la misma base, creándose así múltiples mitos alrededor del equinoccio de primavera basados en la resurrección de deidades salvadoras de la humanidad. De hecho, es muy posible que hoy en día esto nos suene bastante por las celebraciones de nuestra propia cultura.

También podemos observar la relevancia del equinoccio de primavera en la Roma imperial. Para aquellos romanos este era el día en el que comenzaba el nuevo año, pues consideraban que así debía ser: con fertilidad en las tierras y las cosechas creciendo. Los judíos de esa época celebraban la Pascua —también llamada Fiesta de Primavera—, y el cristianismo heredó de ellos su propia Pascua de Resurrección —un mito muy recurrido por todas las religiones en estas fechas—. Esto supuso un problema para la Iglesia romana en sus inicios, puesto que no eran capaces de singularizar su festividad frente a la judía debido a que los ritos practicados eran muy similares y, a veces, se celebraban dos en el mismo año y ninguna en el siguiente. Ni una ni otra religión estaba contenta con la situación, pero todo esto cambiaría con el Concilio de Nicea en el año 325 d. C., en el que se establecieron normas para diferenciarse de los judíos, como la de nunca celebrar más de una Pascua en el mismo año. Aun así, habiendo quedado alguna duda, en el año 525 d. C. Dionisio el Exiguo creó el cálculo del anno Domini —«en el año del Señor»—, con el que convenció a las distintas iglesias de la época —la romana y las ortodoxas de Alejandría, Constantinopla y Armenia— para establecer una fecha fija para la Pascua de Resurrección, que sería el primer domingo inmediatamente posterior a la primera luna llena tras el equinoccio, mientras que la Pascua judía comenzaría justo la primera noche de luna llena después del mismo.

Esto ha llegado hasta nuestros días, y es lo que explica que la Semana Santa no coincida en el tiempo anualmente, pues viene fijada por el equinoccio de primavera y por el ciclo lunar. No obstante, no deja de ser una celebración orquestada en torno a esta fecha clave que, igual que otras del pasado, nos habla de cómo conseguimos la resurrección de la vida a través de un sacrificio «invernal». Ni más ni menos que el ciclo vital de todos los seres vivos, en el cual, para que la primavera florezca, antes es necesario ver cómo el invierno paraliza la vida alrededor de este momento de transición, el más importante del año para la agricultura. Ahora bien, en este punto no se puede obviar el efecto que el tan —inexplicablemente— discutido cambio climático está teniendo sobre la actividad agraria. Los que trabajan en el agro lo conocen perfectamente, pues ya no pueden prever las siembras ni las cosechas al encontrarse con clima invernal en primavera y viceversa. Si aun después de conocer la historia pensáis que esto ha sucedido siempre, os invitamos a acercaros a pie de campo —nunca mejor dicho— y conversar con esos hombres y mujeres que, generación tras generación, han vivido y viven realmente conectados con la naturaleza.