Curiosidades históricas: de Yggdrasil al árbol de Navidad
Un artículo sobre el origen de un símbolo universal.
Si hay un momento del año en el que no se pueden poner puertas al campo, ese es, sin duda, la Navidad. Enclavada en el solsticio de invierno y con múltiples costumbres de origen rural, la más obvia es la de adornar el árbol. Aunque hoy en día solo sean unos trozos de plástico que lo imitan, en nuestras mentes conserva esa fragante esencia que nos recuerda el bosque, con todos sus beneficios y trabajos. Ahora bien, frenemos por un momento nuestro irreprimible consumismo navideño y pensemos: ¿qué pinta un árbol en la que es la festividad cristiana por excelencia?
Esta ceremoniosa y moderna práctica hunde sus raíces en la religión nórdica precristiana de los vikingos y de sus vecinos —anglos, sajones, godos, suevos, etc.—. Para venerar a Frey, su dios del Sol y de la fertilidad, señor de la naturaleza viva y poseedor de «la espada del verano», que renacía cada solsticio de invierno, cuando se aproximaba esta fecha los nórdicos adornaban un árbol —generalmente, un abeto—, del que colgaban símbolos fálicos, velas y metales que brillaban con el reflejo de las llamas y, a sus pies, colocaban ofrendas de alimentos con las que le pedían a Frey que los proveyese de una cosecha igual o mejor que la anterior.
Sin embargo, ese abeto simbolizaba mucho más, pues era un intento de representar el árbol sagrado Yggdrasil, uno de los mejores ejemplos religiosos basados en el ciclo vital de la naturaleza. Según las creencias nórdicas, el universo tenía la forma de un fresno en cuyas ramas y raíces se unían los nueve mundos: el de los dioses Æsir, gobernado por Odín y su esposa —Asgard—, el de los dioses Vanir —Vanaheim—, el de los hombres —Midgard—, el de los gigantes —Jötunheim—, los mundos en los que habitaban los elfos, luminosos y oscuros —Alfheim y Svartalfheim—, el reino del fuego —Muspellheim—, y en sus raíces estaban el reino de la muerte —Helheim, del que deriva el término inglés Hell, que significa infierno— y el reino del frío, el hielo, la oscuridad y las tinieblas —Niflheim—. En este último habitaba el dragón Nidhogg, que mordía continuamente la madera subterránea —las raíces del fresno del universo— con la idea de desatar el Ragnarök, el fin y el comienzo de todo —la batalla del fin del mundo—.
Lo importante de simular este símbolo de la mitología nórdica era la celebración alrededor del solsticio que marca el inicio del tiempo en el que los días crecen en luz solar. Las nieves pronto empezarían a fundirse y los valles, que habían sido un manto blanco y estéril, brotarían con fuerza, verdes y fecundos. En definitiva, el objetivo de esta tradición era recordarles a todos el maravilloso ciclo de la vida, más que a Yggdrasil en sí.
Por supuesto, todos estos ritos nórdicos se dieron de bruces con el cristianismo. En los albores del siglo vii, San Bonifacio, en su ansia evangelizadora —se cree que fue el evangelizador del centro y el norte de Alemania—, se desesperaba por la complicación de su tarea entre los pueblos paganos. Cuenta la leyenda de este santo que, hastiado por sus infructuosos intentos, un día cogió un hacha y se dirigió a un fresno sagrado, adorado como representación de Yggdrasil y consagrado a Thor —dios de la agricultura, entre otros títulos—. Después de talarlo, plantó un abeto en su lugar, procurando que todos los habitantes del lugar entendiesen que el fresno de hoja caduca dedicado a la deidad nórdica nada podía contra un abeto de hoja perenne consagrado a Dios. Para mayor deleite, lo adornó con velas, que representaban la luz que Jesucristo trajo al mundo, y con manzanas, que evocaban las frutas prohibidas del Edén, la tentación a la que no se debía sucumbir.
Con el paso de los siglos, los pueblos nórdicos fueron cambiando paulatinamente su religión politeísta por la fe cristiana y, así, la representación de Yggdrasil, el árbol del solsticio de invierno, se convirtió en el árbol de Navidad que conocemos. Pero ¿qué significado tenía exactamente para los cristianos? La forma piramidal del abeto —o pino—, unida al hecho de que se ornamentase para la natividad de Jesús, propició que su simbolismo fuese mutando del árbol de las tentaciones al de la Santísima Trinidad, en cuyos extremos quedaban representadas las tres personas divinas: el Padre —Dios— en el superior, y el Hijo —Jesucristo— y el Espíritu Santo en los dos inferiores.
Paradójicamente, el abandonado fresno Yggdrasil, que era la viva imagen del ciclo de la vida, acabó transformándose en un triángulo que simbolizaba ese mismo proceso: un Padre cielo que enviaba sus bendiciones a la Tierra, un Espíritu Santo que la fecundaba y, como resultado, un Hijo, Jesucristo, que nos salvaba alimentándonos con su cuerpo y su sangre. Todo esto encajó a la perfección en las viejas, pero aún presentes, creencias de las gentes del norte.
En el siglo xvii, más allá del afán reformador de Martín Lutero y de la guerra de los Treinta Años que había desencadenado, la expansión del protestantismo creó en la población la necesidad de identificarse de manera diferenciada, lo que produjo una batalla también de símbolos. Así, si en la Europa católica Papá Noel dejaba sus regalos en los calcetines colgados de la chimenea, en la protestante se decidió que Santa Claus debía colocarlos al pie del árbol de Navidad, pues qué mejor ofrenda a la divina trinidad que los obsequios de San Nicolás. Aunque hoy estas costumbres están mezcladas y mercantilizadas, por aquel entonces eran representaciones simbólicas que distinguían a los protestantes de los católicos, entre muchas otras. Una vez finalizada la guerra —inicialmente religiosa—, esta tradición se fue extendiendo poco a poco por buena parte de Europa desde París, como una moda más de las que imperaban en las cortes europeas.
La aceptación del árbol de Navidad en Europa fue amplia y pronto saltó a las colonias americanas, donde también adquirió gran relevancia. Actualmente, se ha convertido en un enorme negocio estacional para floristerías y centros comerciales, llegando a ser el símbolo de la Navidad en la mayoría de ciudades y pueblos del mundo entero. Un árbol del que, creencias aparte, debemos tener siempre presente su origen y lo que representa: una imagen que nos recuerda la importancia de la naturaleza y sus ciclos, fundamental para nuestra alimentación, y que, sobre todo, nos coloca en nuestro lugar, ya que, a pesar de nuestro avance como humanidad, estamos representando algo más antiguo que ella misma.