Cuento de Navidad: un belén forzoso — Omnivoraz

Cuento de Navidad: un belén forzoso

Un relato ambientado en el «estado del bienestar».

Corría el 24 de diciembre de 2019. José, siempre voluntarioso, ayudaba a Mari a bajar del coche al llegar a casa de los padres de ella. José, de Terroso, y Mari, de Soutochao —aldeas del municipio de Vilardevós, Ourense—, se conocían desde niños. Diez años atrás, durante una escapada a la cascada da Cidadella en una calurosa tarde de agosto, su amistad se tornó atracción y, poco después, acabaron en el altar. Esos recuerdos de José quedaban difuminados ante la inminente llegada de su primer hijo, ya que Mari estaba próxima a salir de cuentas.

Este embarazo había dado un giro radical a sus vidas. Entre el tercer y el cuarto mes de gestación habían decidido trasladarse de Soutochao a Verín —Ourense—, donde tendrían más y mejores servicios, además de la sala de partos a diez minutos de su piso. A José, que era un consumado ebanista, le resultó fácil encontrar trabajo en una carpintería. Mari, a esas alturas del embarazo, ni siquiera se planteó buscarlo.

Cuento de Navidad: un belén forzoso — Omnivoraz

Entraron en casa. Iban a pasar allí la Nochebuena y la Navidad porque, desde el fallecimiento de los padres de José dos años antes, los de Mari eran los familiares más queridos y cercanos que tenían. Se fueron acomodando entre risas y abrazos y, durante la cena, la conversación llegó al tema dominante en toda la comarca: el cierre del paritorio de Verín, un asunto sobre el que Mari hablaba con precaución y José con cabreo: «Poco a poco, nos están llevando a todos para Ourense», a lo que el futuro abuelo contestaba: «No, os están empujando fuera de la comarca de Verín, que no es lo mismo». Al escuchar esto, Mari rescató de la memoria un sueño perdido: restaurar la vieja casa de Pepe «o portugués», crear su pequeña granja de vacas autóctonas y, en torno a esto, atraer el turismo a su amado Vilardevós. Se veía paseando con los «agroturistas», llevando las vacas limianas a pastar, guiándolas por los dólmenes hasta la cascada da Cidadella o siguiendo la conocida ruta del contrabando. Días animados en un lugar tranquilo y precioso, a pocos kilómetros de la frontera portuguesa.

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Cuando regresó de sus pensamientos, en la mesa ya se arremolinaban las uvas pasas y los higos secos, intercalados por trozos de turrón cuidadosamente dispuestos en aquella antigua fuente de porcelana. Cogió un higo mientras sus padres y su marido conversaban sobre O que arde: «Menuda está armando Laxe. Ya tiene más premios que la lotería», decía su madre. «Tiene que venir a Vilardevós a rodar una película sobre la ruta del contrabando hacia Portugal tras la Guerra Civil. Mi padre y mi abuelo volvían cargados de sal para toda la comarca», insistía tajantemente su padre, repitiendo una historia que ella había escuchado cientos de veces. «Después de esa maldita guerra no quedó nada que comer. Al menos con esa sal se engordaba a los cerdos y se conservaba su carne». Las horas volaban en Soutochao, y todos se fueron a dormir contentos de estar reunidos una vez más.

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El día 25 amaneció encapotado, pero sin lluvia. Esa mañana, al igual que la noche anterior, pasó como si no existiese el tiempo. A mediodía, Mari, con un sutil encogimiento, anunció a sus familiares que había llegado la hora. Mientras José cogía los dos bolsos que tenían preparados para llevar al hospital, sus suegros ayudaron a su mujer a subir al coche. Los futuros padres arrancaron nerviosos y preocupados por la distancia que tenían que recorrer hasta Ourense. Les quedaba por delante una hora y veinte minutos de trayecto, los noventa kilómetros más largos de sus vidas.

El viaje comenzó bien. Las contracciones eran regulares pero espaciadas, y José conducía rápido, pero con precaución. Pasando por Verín, la parturienta no pudo resistirse: maldijo el cierre del paritorio y a los responsables de semejante decisión. Su marido intentaba calmarla con palabras cariñosas, y animarla diciéndole que ya quedaba menos. No podía hacer mucho más, aunque quisiera. La frustración y la impotencia empañaban uno de los momentos más importantes de sus vidas. A esa altura tomaron la A-52, que era la ruta más rápida para recorrer el tramo entre Verín y Xinzo de Limia. Las contracciones se aceleraban, y también el enojo de la futura madre: «¿Por qué no puedo parir en Verín? ¡Cómo se nota que el cierre del paritorio fue una decisión tomada por hombres! ¡Ellos no tienen que pasar por esto!».

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«¿Por qué no puedo parir en Verín? ¡Cómo se nota que el cierre del paritorio fue una decisión tomada por hombres! ¡Ellos no tienen que pasar por esto!».

Llegando a Xinzo, Mari gritó desesperada: «¡Ya está aquí! ¡He roto aguas!». José abandonó la autopista para continuar por carreteras secundarias hasta encontrar un lugar donde parar. Se detuvo en el pequeño espacio que había delante de una edificación de bloques grises y llamó al 061. Estaba tan agitado que apenas podía articular palabra, y mucho menos frases estructuradas. Entre el dolor, el llanto y la rabia, pero con la fuerza y el aplomo de una mujer a punto de dar a luz, Mari le conminó a que activase el altavoz del teléfono móvil. Sería ella misma quien, sollozando, informaría de la situación, mientras notaba cómo su hijo empujaba para salir. Al otro lado de la línea, una voz cálida, a la par que contundente, les confirmó que la ambulancia estaba de camino, pero que no llegaría a tiempo.

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A pesar de tener los ojos llenos de lágrimas, la mujer vio a tres hombres saliendo de aquella construcción de bloques grises. Dos de ellos no llegaban a los cincuenta años, y el tercero superaba los setenta. Al ver a la pareja no lo dudaron ni un momento y les invitaron a entrar. Allí tendrían más espacio y, en la medida de lo posible, mayor comodidad. Mari y José entraron en lo que resultó ser un establo de cabras. Ella estaba cada vez más inquieta y dolorida. El mayor de los ganaderos le ayudó a tumbarse sobre la paja y le susurró: «Tranquila, tengo algo de experiencia en esto de los partos». José estaba cogiendo unas toallas de sus bolsos cuando la cabeza del pequeño empezó a asomar.

Casi treinta minutos más tarde llegó la ambulancia. El médico y el enfermero entraron apresuradamente y, tras ellos, una matrona que los acompañaba. Su asombro fue mayúsculo. Allí estaban Mari, acostada sobre la paja con su hijo en brazos, José, a su lado, sin poder contener las lágrimas de alegría, y tres atentos pastores que miraban a la familia con adoración, pues, aunque por su trabajo estaban acostumbrados, acababan de participar en un nuevo nacimiento. El ganadero septuagenario se dirigió a los magos de la medicina y les informó: «Todo está bien. Acaba de salir y se llama Jesús. Solo os queda cortar el cordón». El día de Navidad, a las 15.20 horas, nacía este niño en un establo de Xinzo de Limia, un belén más viviente de lo que nunca antes se había visto en esas tierras.

La vida siempre procura abrirse camino, pero son suficientes los obstáculos que pueden surgir por su natural desarrollo sin necesidad de que los responsables de armar este belén aporten su granito de arena. Ellos son, sin duda, los Herodes de nuestros días. No movilizan soldados para llevar a cabo sus sangrientas matanzas, pero continúan actuando guiados por sus propios intereses: el poder y el dinero. Un «estado del bienestar», como este del que presumen los políticos de nuestro país, no puede abrir o cerrar servicios básicos en función de su rentabilidad, sino de su utilidad para el pueblo, el mismo que pone el dinero y les otorga el poder. Un poder que, por cierto, no saben gestionar, ni se lo merecen cuando ponen en riesgo incluso la más maravillosa de todas las proezas de la naturaleza, como es concebir y traer una nueva vida a este mundo. No habrá estrella capaz de guiarnos si no tenemos claro a dónde queremos llegar, y hemos puesto nuestro futuro en manos ajenas. Ahora bien, si la política se desvincula de la humanidad, no quedará pueblo que gobernar ni piedra sobre piedra en los territorios rurales.

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