Los fantasmas visitan al presidente — Omnivoraz

Los fantasmas visitan al presidente

Un cuento electoral de Alarico de Roque, ganadero.

La reunión se había prolongado más de lo previsto. Era la última antes de las elecciones y el presidente de la Xunta había estado presente para reforzar su campaña electoral, pero algunos de los representantes del sector primario no eran fáciles de doblegar, sobre todo los que eran agricultores o ganaderos de verdad. Ellos no entendían su proyecto para el rural, menudos necios…

La noche también prometía ser larga. El insomnio provocado por el nerviosismo de enfrentarse a otra campaña lo llevó a sentarse en el cómodo y amplio sofá de su despacho, delante de su televisor de sesenta pulgadas, y hacer zapping por los canales en los que hablaban de él. Buscó una botella de vino y una copa, y pensó para sus adentros: «Joder, ¡qué manía con el mencía! Todos saben que prefiero los vinos de la meseta, ¡y venga a traer mencía!». Con su buena copa de vino, volvió al sofá. En la cadena autonómica salían sus contrincantes políticos explicando sus propuestas para Galicia, pero eso no le interesaba, y en las estatales solo hablaban del coronavirus, de Cataluña y del País Vasco. Aunque esto le gustaba más, le cansaba, así que finalmente el sueño le venció.

En mitad de la noche se despertó y vio la figura de un hombre de pie frente a él. Imposible, sus ojos le estaban jugando una mala pasada. Quizás fuese por el dichoso mencía o quizás aún estaba dormido, pero parecía demasiado real. En ese momento aquel hombre se dirigió a él: «¿Ya has olvidado quién te puso donde estás? Tranquilo, relájate, solo vengo a advertirte de lo que te va a ocurrir esta noche y a explicarte lo que estás viendo». El espíritu de las elecciones pasadas estaba ante él. El presidente lo observaba estupefacto y algo pálido; aun así, con la osadía y la arrogancia que le caracterizan, le contestó: «Don Manuel, yo solo miro al futuro y no me importa lo que un fantasma del pasado pueda decirme sobre el presente». La respuesta que recibió fue contundente: «Si quieres entender el presente y trazar un buen futuro, deberás rememorar el pasado. Además, aquí no decides tú». Acto seguido, y como por arte de magia, ambos aparecieron en una oficina de la sede de su partido once años atrás.

El presidente se engrandecía viéndose a sí mismo en aquel lugar, orgulloso tras haber ganado sus primeras elecciones en Galicia: «Hay que ver qué joven y qué bueno era ya entonces». Pronto don Manuel interrumpió tan alto vuelo: «¿Sabes cómo estaba el agro en el año 2009 y cómo está ahora? Pues de eso tratarán las visitas que recibirás esta noche. Prepárate, Alberto». Tras esas palabras, el presidente se despertó, convencido de que todo había sido un mal sueño. Entonces escuchó una voz.

Incrédulo, se frotó los ojos, pero la pesadilla continuaba. Aquel viejo escritor estaba sentado en su silla de cuero, la de trabajo, y se bamboleaba girando sobre el eje, pausadamente, mientras le seguía hablando: «A ver, Alberto, espabila, que esto no es un sueño, soy real. Quien me ha enviado sabe que me respetabas, a pesar de no demostrarlo jamás públicamente. He venido a mostrarte lo que te niegas a ver». El presidente era incapaz de articular palabra. Xosé Neira Vilas se dirigía hacia él con la mano extendida y, al coger la suya, el mandatario entró en una especie de trance. Cuando logró abrir los ojos, se quedó perplejo.

Los fantasmas visitan al presidente — Omnivoraz

«Cogiste un rural en decadencia y aceleraste ese proceso. No puedes creer que se vivirá en las zonas rurales sin médicos, sin escuelas y sin una renta decente, ¿o sí?».

Volvían a estar en el año 2009, ante una gran mesa llena de gente, todos consejeros. Era el primer consejo tras su victoria electoral y el champán corría por las copas y los vasos. Con el pecho hinchado, cual gallo al nacer el día, le preguntó a Neira Vilas: «¿Nos pueden oír?». El escritor hizo un gesto de negación con la cabeza, mientras su triste mirada sostenía la del ya presidente en funciones: «¡No me mire así, joder! Estoy orgulloso de mí. ¿O acaso no ve lo bien que dominaba la situación?». La conversación fluyó:

  • ¿Sabes lo que le dijiste ese día a quien era tu mano derecha, Alberto?
  • No puedo acordarme de todo…
  • Yo te lo recuerdo. Le dijiste que para la Consellería del Medio Rural cualquiera valía, porque el campo era vuestro.
  • Y aún lo es.
  • ¿De verdad lo crees?
  • Mira los resultados electorales…
  • No. Lo que yo veo es que cogiste un rural en decadencia y aceleraste ese proceso. Por aquel entonces tenías unas trece mil granjas de producción de leche familiares; hoy tienes siete mil, y cayendo. En ellas tenías una floreciente juventud, y hoy casi nadie quiere quedarse en la aldea. Tenías más del 30% de la superficie dedicada a cultivos agroganaderos y hoy ronda el 25%.
  • ¡Y un huevo! Hemos crecido en producción y en facturación. Además, el campo estaba saturado de gente, y ahora hay más espacio para los productores de verdad, empresarios que saben lo que hay que hacer.
  • Bien… ¿Así lo crees? ¿O es lo que quieres que otros crean? En estos once años has doblado el presupuesto para el control de incendios, y aún es poco. El monte está abandonado, y cada vez lo estará más. Esto también es fruto de tu reconversión del sector productivo. No puedes creer que se vivirá en las zonas rurales sin médicos, sin escuelas y sin una renta decente, ¿o sí?

Cuando Alberto iba a replicarle, el escritor lo cogió de la mano y, como una exposición de diapositivas, vio pasar ante sus ojos lo sucedido durante la reconversión que se llevó a cabo en sus dos primeros mandatos. Toda una cascada de imágenes y sensaciones: el cierre de muchas granjas, unas por falta de renta y otras porque los hijos no querían quedarse en el negocio familiar, trabajando de sol a sol para ni siquiera alcanzar el salario mínimo mensualmente. Algunos ganaderos que se veían obligados a malvender una vaca cada vez que sus niños necesitaban medicamentos o vacunas que no cubría la Seguridad Social en Galicia. Otros que, debido a sus políticas de modernización del sector, se habían suicidado al ser incapaces de pagar las deudas, dejando a su familia en situaciones económicas y sociales muy delicadas. O cómo, simplemente, la progresiva falta de servicios en el ámbito rural conseguía que los jóvenes emigrasen a las ciudades o al extranjero.

Al finalizar tan peculiar proyección, el presidente pensó que aquello se acabaría, pero Neira Vilas le dijo: «Esto solo han sido tus dos primeras legislaturas. Falta la última, la que, según tú, es la “legislatura del rural”». Tomándolo de la mano una vez más, se sucedió una nueva catarata de imágenes: desde la afirmación de su compromiso con el rural, pasando por el consiguiente cierre de las granjas, las plantaciones de eucalipto ganando terreno a los prados impunemente o la declaración de A Limia como zona altamente contaminada. El intento de cierre del paritorio de Verín y las mujeres embarazadas llorando ante la idea de tener que dar a luz a hora y media de camino de sus casas. Las nuevas normas medioambientales que no se atrevió a aplicar a las empresas agroalimentarias —que son las que realmente contaminan—, y cómo fueron desviadas para que todo su peso cayese sobre las ganaderías familiares. Niños sin servicio de pediatría a menos de una hora de la residencia familiar, o sin ninguno cuando la COVID-19 entró en el rural como un cuchillo en queso fresco debido a sus recortes en medicina local. La supuesta automatización del campo sin haberlo dotado de la cobertura necesaria. La aparición de grandes cooperativas a las que solo les importaba lo empresarial y no el cooperativismo. O el acaparamiento de tierras por parte de las multinacionales de la minería y la celulosa. En resumen, el presidente vio cómo el campo se moría, y con él sus gentes, todo ello auspiciado bajo sus normativas.

Los fantasmas visitan al presidente — Omnivoraz

«¿Realmente has hecho algo por el campo, además de trasladar a los agricultores las subvenciones que llegan de Europa? Me defraudas, Alberto».

El viejo escritor le soltó la mano y, de pronto, habían regresado a su despacho. El mandatario se quedó callado, sin saber muy bien qué decir. Neira Vilas, al contrario, habló con voz grave, serena y firme: «¿Realmente has hecho algo por el campo, además de trasladar a los agricultores las subvenciones que llegan de Europa? Me defraudas, Alberto. Creí que cuando hablabas del rural lo hacías en serio, pero veo que solo quieres cifras económicas. Sabes que eso no es lo que se necesita para recuperar aquel rural lleno de niños alborozando al son del canto de los pájaros». Dicho esto, el gobernante se despertó en su sofá.

Neira Vilas se había marchado y el todavía orgulloso presidente seguía dilucidando si había sido una visión onírica o resultado del vino. Se disponía a salir del despacho cuando escuchó una voz familiar tras él. «Esto no puede estar pasando, no puede ser real. ¿Cómo demonios…?», se dijo a sí mismo, y al girarse lo vio. Su gran mentor estaba allí de nuevo, observándolo con gesto serio y severo: «Sí, soy yo. Ahora que has visto el pasado, toca repasar el presente. Acércate, hombre, que si no te mordí en vida no lo haré desde la tumba». Alberto se aproximó a él y, tras estrecharle su temblorosa mano derecha, sintió una sacudida que lo transportó a un ambulatorio de un pueblo cualquiera de menos de 15 000 habitantes. Allí vieron cómo la cola de niños que esperaban para ser atendidos por el pediatra era interminable, ya que solo disponían de ese servicio sanitario un día a la semana y muchos pequeños llevaban retraso en sus vacunas por la falta de reposición. Además, las madres maldecían a la Xunta por el recorte horario y por verse obligadas a desplazarse a más de setenta kilómetros en caso de urgencia. Don Manuel le habló: «Te dejé una comunidad en retroceso y tú, lejos de frenarlo, lo aceleras. Antes la calle era mía y ahora está en tu contra. ¿Qué carallo has hecho, Alberto?». El presidente, con cierto desasosiego, le respondió titubeando que si la crisis, que si los recortes, que si la evolución de un país… Pero el espíritu de las elecciones pasadas no comulgaba con ruedas de molino: «Esto no funciona así. Si Galicia es de derechas es por algo, no porque sí. La gente no estaría bien conmigo, pero al menos tenía una atención sanitaria digna y no esta mierda que tenéis ahora. ¿Y cómo demonios se te ocurre cerrar el paritorio de Verín con las elecciones encima? ¿Acaso no te enseñé nada? Las elecciones no se disputan, se ganan, y para eso hay que hacer algo más que hablar durante los dos últimos años de legislatura. Puede que la gente sea inocente, pero no es tonta». Cuando Alberto se disponía a hablar, notó la mano de su mentor sobre su hombro y, en un instante, todo se oscureció.

Aparecieron en una llanura donde el hedor era insoportable: «¿Sabes dónde estamos?, preguntó el fantasma. «En algún lugar donde hay mucha mierda desde luego. Puede ser Cataluña…», contestó el presidente con una jocosidad inmediatamente aplacada por don Manuel: «¡Guarda la demagogia para la campaña! Esto es A Limia. ¿Cómo le seguís soltando tantas subvenciones a esta empresa sin controlar lo que contamina? Mira aquellas montañas de estiércol, ¡llevan ahí más de tres años!». El ahora humillado presidente miró al suelo e intentó evadir su responsabilidad culpando a otros partidos por haberlo denunciado en Europa: «De no haberlo hecho, esto no se sabría fuera de Galicia». Entre una retahíla de palabras malsonantes, su mentor le respondió: «Con denuncia o sin ella, esto seguirá aquí porque tú no haces nada para remediarlo. Deberías haberlo parado hace mucho tiempo». Dicho esto, colocó de nuevo su mano sobre el hombro de Alberto y volvieron a cambiar de lugar.

Llegaron a una granja en la que, mientras ordeñaban, una joven pareja conversaba sobre su precaria situación: cuanta más leche producían, menos margen de beneficio les quedaba. Pero con menos producción tampoco podían vivir, ya que el pediatra privado al que llevaban a sus hijos se había convertido en un gasto fijo para la familia desde que en el pueblo se habían quedado sin la atención pediátrica pública, hacía más de 2 años, y no podían permitirse abandonar su trabajo durante una jornada entera para desplazarse a la ciudad cada pocos días. Se decían a sí mismos que quizás deberían vender todo y buscar un empleo en Lugo, donde, al menos, estarían al lado del hospital. En ese momento, el presidente le preguntó al fantasma por qué no aumentaban la granja para obtener más beneficios. «Eso es imposible. Verás por qué», y lo condujo fuera del establo para observar las parcelas de eucaliptos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista: «Estas plantaciones acaparan el terreno de todas las parroquias de su entorno y, cada vez que estos chicos aumentan su negocio, tienen que comprar más comida para los animales, lo que estrecha todavía más sus márgenes de beneficio».

Creyendo que el presidente ya había visto suficiente, el espíritu de las elecciones pasadas lo devolvió a su despacho: «Espero que tus ideas se aclaren después de este paseo y que no tenga que volver…». Y, sin más, desapareció.

Alberto se había servido otra copa de vino para volver a acomodarse en su sofá, convencido de que aquella extraña pesadilla había terminado, cuando se percató de que una pequeña figura lo observaba desde un rincón. No llegaba a reconocer de quién se trataba. Tenía un rostro agradable, pero los ojos eran rojos como el fuego; su vestimenta estaba hecha de hojas de eucalipto y tenía unas grandes manos en las que portaba muchos billetes de avión. Levantándolas, le dijo: «¿Los ves? Uno por cada gallego que emigrará si tú ganas otra vez y continúas con tus políticas en los territorios rurales». El presidente recibía así la fantasmal visita del espíritu de las elecciones futuras, quien, antes de que pudiese darle tiempo a decir que no quería ver nada más, le guiñó uno de sus ardientes ojos y lo llevó al Alto do Faro —entre las provincias de Lugo y Pontevedra—. Igual que en su «viaje» anterior, desde el mirador solo se veían eucaliptos y, cada muchos kilómetros, grandes naves sobre las cuales el fantasma le iba informando:

  • Allí hay 500 000 pollos, en esa otra 100 000 cerdos, en aquella más alejada se ordeñan 20 000 vacas…
  • ¿Ves? Todos los montes produciendo, y con mucho trabajo en grandes explotaciones. ¡Por fin lo conseguí!
  • ¿Sí? ¿Cuánta gente ves? Esas grandes explotaciones automatizadas son controladas por unos pocos empleados, que vienen a trabajar a diario desde sus residencias en las ciudades próximas porque ya no queda nadie en el campo.

El fantasma hizo una pausa y, mirándolo fijamente, le aclaró: «Tú no me conoces todavía, pero soy tu nieto. Este descalabro ha llevado al descenso de la población en Galicia hasta los 5000 habitantes. La desertización que produce el monocultivo del eucalipto y el consumo de agua de estas macroexplotaciones han generado todo esto». De repente, todas aquellas plantaciones se envolvieron en llamas sin dejar absolutamente nada a su paso. «Tierra quemada, abuelo. Eso es lo que has conseguido que herede. Lo que en tiempos fue “la esmeralda de España”, aquella esquina verde, se ha convertido en la mina de carbón de Europa». El presidente, indignado, le replicó: «Todo este discurso no es más que pura demagogia. Nadie puede conocer el futuro, y mucho menos alguien que dice no haber nacido aún. Quiero regresar a mi despacho», y cerró los ojos con fuerza.

«Lo que en tiempos fue “la esmeralda de España”, aquella esquina verde, se ha convertido en la mina de carbón de Europa»

Había funcionado. Estaba de vuelta en el que consideraba su «espacio seguro». Sin embargo, se presentaron ante él los tres fantasmas que lo habían visitado durante la noche: don Manuel, Neira Vilas y aquel personaje que decía ser su nieto, pero que se parecía más a un personaje creado por Tim Burton. Enojado, se enfrentó a los tres gritando: «¡Yo y solo yo decido cómo dirigir esta Comunidad Autónoma, y al que no le guste que se vaya! ¡No me harán cambiar de opinión en cuanto a mi estrategia para el mundo rural gallego, y mucho menos tres fantoches que lo único que pretenden es enseñarme lo que algunos consideran malo! En todos los grandes cambios de la sociedad hay víctimas, y en este caso sus votos son pocos. Así que, mientras las ciudades no se unan a sus protestas, para mí todo va bien.

Los tres lo miraron sin pestañear, y Xosé Neira Vilas se adelantó: «¿No lo entiendes? Todo esto no va de ganar elecciones. A mí me da igual quien gobierne esta tierra a la que tanto amé, amo y amaré, siempre y cuando sea un presidente con miras más allá que llegar a Madrid. Las personas son el bien más preciado de cualquier territorio, y sin ellas desaparecerá, pasando a ser una Laponia más en el mundo. En torno a esas personas se levantan sus historias vitales, su mundo, el rural, en el que, haciendo bien las cosas, pueden vivir muchas familias y generar de nuevo mucha riqueza en esta tierra tan necesitada». Tras estas palabras, los espíritus visitantes se esfumaron con la misma rapidez con la que habían aparecido.

El sonido del móvil despertó al presidente. Mirando su copa, todavía llena, descolgó el teléfono. Su mujer lo llamaba para saber si estaba bien, pues eran las cuatro de la madrugada y no había contestado a sus mensajes. Después de aquella noche decidió que su campaña electoral sería agresiva, como siempre había sido, pero no hablaría del rural, aunque le preguntasen. Se levantó pensando en todo lo que había sucedido y, al pasar al lado de la mesa de su despacho, se percató de que sobre ella había una nota en la que pudo leer: «No esperes a ver las cosas desde el otro mundo para entenderlas, como me pasó a mí. Firmado: don Manuel».

Etiquetas:
, ,