Cuento de carnaval: un futuro incierto
Un relato de Alarico de Roque, ganadero.
Me levanto de la cama con el despertar de quien duerme lo que quiere, me asomo a la ventana, y veo esa reconfortante niebla que lo cubre casi todo. Preciosa y fría mañana en lo alto de este solitario monte, el Pico da Ortiga. Cuentan los ancianos que, tiempo atrás, en esta zona se extendía una gran reserva natural de flora y fauna conocida como Parque do Invernadeiro. Hoy, mires donde mires, solo se ven eucaliptos. Con la idea de plasmar por escrito la historia de cómo se llegó a esta situación, para que se sepa la verdad, me sirvo un trozo de jabalí que sobró ayer y me siento frente a mi pantalla de grafeno.
Hace ya muchos años, bastantes más de los que yo tengo, el mundo cambió, pero lo hizo tan sutilmente que casi nadie fue consciente hasta que ya era demasiado tarde. A principios del siglo xxi se juntaron una serie de factores que nos llevaron a este punto de no retorno en el que mal habitamos desde hace más de lo que quiero recordar. El campo se hundía, sin el más mínimo atisbo de solución, y las multinacionales campaban a sus anchas por todo el territorio.
Como parte del desmantelamiento de lo que llamaban «estado de bienestar» —que tanto le había costado al pueblo y tan poco a los políticos—, llegaron los recortes en sanidad y, ante la imposibilidad de disponer de los mismos recursos sanitarios que en las ciudades, la gente del campo se apresuró a irse a ellas. Con la imposición a los propietarios de mantener los montes limpios, las empresas productoras de pasta de celulosa vieron su oportunidad y, mediante arrendamientos y promesas de parcelas limpias, ofrecieron la posibilidad de plantar eucaliptos. Muchos de los aldeanos que se habían marchado a las ciudades y poseían terrenos forestales en las áreas rurales firmaban con los ojos cerrados.
Paralelamente, se fueron dictando normas con las que los agricultores y los ganaderos parecían delincuentes medioambientales; por ejemplo: ya no podían usar el estiércol de sus animales como abono, sino que debían llevarlo a plantas de biogás, en cuyo transporte se emitía más CO2 que con cualquier otra forma de trabajo agroganadero. En estas circunstancias, los grupos extremistas del animalismo —financiados por aquellas grandes empresas— acosaban continuamente a unos ganaderos que, ignorando toda información, habían tardado en percibirlos como una amenaza para su profesión. Como guinda de tan indigesto pastel, en las zonas en las que ya no quedaba nadie para protestar se erigieron macroexplotaciones de animales de producción, en las que decenas de miles de ellos vivían hacinados y eran explotados buscando el más mínimo céntimo de rentabilidad. Aquellos proyectos faraónicos, orquestados con el beneplácito de las Administraciones Públicas, fueron la estocada mortal para el modo tradicional de producción familiar, lo que acabaría de expulsar del campo a los pocos osados que se habían negado a abandonar todo aquello por lo que tanto habían luchado sus antepasados —dignidad, sobre todo—.
Aquellos proyectos faraónicos, orquestados con el beneplácito de las Administraciones Públicas, fueron la estocada mortal para el modo tradicional de producción familiar.
El mosaico que había compuesto todo ello derivó en la escasez de alimentos y agua, y en unos niveles de contaminación nunca vistos hasta entonces. Fue en ese momento cuando las compañías multinacionales avanzaron en su estrategia para convertirse en adalides de la humanidad. El primer paso fue atraer a la población bajando los precios de todos los productos consumibles. A continuación, empezaron a vender medicamentos a los habitantes rurales vía Internet, en virtud de la «Ley para la defensa sanitaria de los aislados» promulgada por un Gobierno que la había creado en connivencia con las mismas empresas. Funcionaba de la siguiente manera: una cadena comercial online te vendía cualquier fármaco tras realizar una simple consulta por videoconferencia; solo tenías que poner el dedo en un sensor que detectaba tus constantes vitales para que, a través de una de aquellas antiguas tabletas, un médico pagado por esa cadena comercial te lo recetase. Después lo recibías en tu casa, transportado por un dron. No demoraron mucho en permitir la aplicación de esta ley en las ciudades, así que las multinacionales vendían de todo y la gente estaba contenta —al menos al principio—.
Años más tarde se destapó el contubernio entre políticos y grandes industrias agroalimentarias para hacerse con las tierras. En ese intervalo de tiempo solo habían legislado pensando en los beneficios que estas les darían y, ante tanta hipocresía, estalló la revolución del pueblo, pero —como dije al inicio de mi relato— era demasiado tarde. Las multinacionales se aliaron y, mediante las redes sociales, lo observaban todo. Esta organización pronto sería conocida como «El Ojo». Quitaron de en medio a los líderes de las revueltas sociales y, confabuladas con la élite política, establecieron normas que, aunque parecían favorables para el pueblo, eran nuevas cadenas con las que atarlo más fuerte. Se impusieron sueldos únicos, calculados con precisión por el «El Ojo», para que la población pudiese sobrevivir y poco más. «El Ojo» te daba un empleo a cambio del dinero que necesitabas para comer, dormir y tener una medicina básica. En las escuelas, la enseñanza también corría a su cargo, lo que acababa de redondear la situación en favor de los opresores.
Mientras, en el campo —el único reducto con algo de libertad—, cada casa y cada granja que se encontraban y les molestaban eran eliminadas, y sus habitantes eran realojados en la ciudad, al más puro estilo de los colonos americanos con los indios durante los siglos xviii y xix.
Solo quedaba una piedra en el zapato de la nueva oligarquía: las fiestas de expresión popular, como el carnaval. Por más que lo intentaban, no conseguían detenerlas. Las protestas con personas disfrazadas se colaban en las redes sociales, pero no lograban dar con ellas. En este pulso, que se mantiene activo hasta el día de hoy, se formaron grupos de resistencia frente a «El Ojo» que, diseminados por todo el país, pronto se convirtieron en una organización bien estructurada. Esta recibiría el nombre de «La Nueva Esperanza».
La pena de muerte —recuperada en el país hacía pocos años— caía sobre los miembros de «La Nueva Esperanza». Durante años, mucha gente les acogía y protegía, pero cada vez resultaba más difícil ocultarse. La asociación decidió entonces no poner en peligro a nadie más, ya que los sospechosos de colaboracionismo eran eliminados de las listas médicas y morían por enfermedades tan comunes como una gripe. Esta situación les llevó, hace dos años, a pensar en la idea de irse al monte y construir allí sus vidas. Con las inmensas plantaciones de eucaliptos, los jabalís habían proliferado libremente, convirtiéndose en prácticamente el único mamífero salvaje, así que dispondrían de alimento. Los integrantes de «La Nueva Esperanza» serían los primeros repobladores de las áreas rurales.
Mi nombre es Santi, y soy el líder de «La Nueva Esperanza» en Galicia. «El Ojo» no llega a nosotros porque el abandono tecnológico en las montañas fue tan grande que ahora somos invisibles para ellos. Vivimos con pocos medios y estamos aburridos de comer casi siempre lo mismo pero, afortunadamente, uno de mis compañeros trabajaba en un laboratorio en el que había un banco de semillas y trajo algunas autóctonas —pocas para todos los que somos ahora—. Nos está resultando difícil cultivarlas debido a que los eucaliptos han estado tantos años succionando el agua del suelo pero, poco a poco, vamos sacando algo. Resistimos, pero nunca olvidamos nuestra lucha.
Hoy es domingo de carnaval, el único día permitido desde 2060 —hace veintiocho años—. A mi grupo le toca hacer la bajada a Viana do Bolo y a Laza. Aunque estos pueblos fueron abandonados hace mucho tiempo, aún mantienen un turístico y efímero carnaval. Desde nuestra estratégica posición —a medio camino entre ambas ruinas históricas—, llevaremos a cabo nuestra ilegal protesta con la bajada de la Morena a Laza y la del Boteiro a Viana do Bolo, camuflándonos entre los personajes enviados por «El Ojo» para darnos caza. Una vez allí, desde nuestros dipegrazs —dispositivos personales de grafeno— encriptados, compartiremos con los dipegrazs de los visitantes esta parte de la historia que ha sido borrada de los textos de estudio. También haremos circular fotos que muestren cómo era el territorio rural de este país en los años veinte de este siglo y, con suerte, podremos ampliar la lista de afiliados a «La Nueva Esperanza». Aunque es un plan arriesgado, el carnaval será, una vez más, una isla de protesta popular. Seguiremos luchando contra «El Ojo» y sus socios de la élite política, y no nos rendiremos hasta devolver la cordura al campo.
Mis padres, miembros de esta resistencia desde sus inicios, me explicaron que la historia es como una rueda de radios, en la que cada uno de ellos representa un poder: las multinacionales, los políticos, la clase alta, el pueblo, etc. Mi misión no es girar la rueda hasta que el radio del pueblo esté arriba, sino romper la rueda y reconstruir este mundo de personas adoctrinadas abriéndoles los ojos.