Heroínas silenciosas: Josefina
Una crónica veterinaria de Eneko Jetxanoff.
Josefina cerró el portillo de madera con una cuerda de esparto amarrada a la última estaca de la valla y emprendió el camino de vuelta para encontrarse con su madre, que la esperaba con un almuerzo a base de torreznos, queso, algo de chorizo y café con galletas.
Josefina había quedado huérfana de padre cuando apenas tenía dieciséis años. Un duro revés para ella, y también para su madre, que vio como de la noche a la mañana se quedaba al frente de la familia con una austera ganadería de quince vacas. Nunca habían dedicado su vida a nada que no fuera su tierra y su ganado. No contemplaban otra existencia mientras las fuerzas se lo permitiesen, no porque no pudiesen, sino porque esos pequeños y empinadísimos prados que rodeaban su hogar de piedra y pizarra —tan integrado en el paisaje que era casi invisible en la distancia de no ser por el humillo de la chimenea— eran los que su difunto padre y marido les enseñó a aprovechar para poder vivir. Una vida sin grandes ambiciones, pero en comunión absoluta con la naturaleza. Tal vez a su padre no le quedó más remedio que vivir de esa manera, pero Josefina sentía cada cambio en el valle, cada alteración en su ganado, cada variación meteorológica como parte de su piel. Ella también vivía en conexión, pero con la Tierra.
Después de desayunar, Josefina salió caminando pradera abajo, hasta el borde de un arroyo que dividía el prado en dos como una arteria. La hierba lo enmoquetaba todo, penetrando prácticamente en el agua. Hincó las rodillas en el suelo junto a un pequeño rápido y se lavó las manos enérgicamente para, a continuación, refrescarse la cara y el cuello, sin darle importancia a que sus pantalones también se estaban mojando al arrodillarse tan cerca del agua. Casi se diría que lo disfrutaba. Echó mano al bolsillo y sacó su teléfono móvil. Sabía que en dos o tres puntos estratégicos de aquel profundo valle asturiano se podía recibir cobertura móvil, así que aprovechó el momento de asueto para comprobar si había noticias de su último examen para convertirse en auxiliar de enfermería.
Con cincuenta años tenía a su cargo la casa, las vacas, los terneros y los tratamientos veterinarios. Coordinaba la matanza y sus preparativos, la cosecha de forraje, las compras de suministros, la comida y, también, los horarios de consulta médica de su madre y de ella misma, además de las finanzas, por supuesto. Para redondear un poco el mes, cuidaba ancianos a domicilio diez horas a la semana, pues, aunque ellas tenían mucha materia prima, sus productos cada vez rentaban menos para el gasóleo, los mecánicos, los medicamentos, los albañiles, los gigas… La vida, en general, estaba cada vez más cara. Josefina veía que a su madre le iba costando más y más valerse por sí misma, aunque era de inestimable ayuda en casi todos los ámbitos que no requiriesen de fuerza física. Por eso, con la agudeza que le caracterizaba, decidió regularizar esos domicilios que hacía por horas y preparar el curso de auxiliar de enfermería, que se impartía en una población adyacente. Bueno, adyacente… a hora y media en coche de «adyacencia». Así que de lunes a viernes, durante un curso entero, compaginó como pudo todas las labores antes mencionadas con la asistencia diaria a clase, de ocho a dos.
Antes de irse ya soltaba a los terneros a mamar. Por el camino todavía encontraba un instante —ese que solo se regala a los que «saben mirar»— y paraba al borde de algún precipicio de la angosta carretera para hacer una foto del rojizo y fantástico amanecer de su valle. Ese que la vio nacer, jugar y crecer, que la vio quedarse huérfana de niña y coger las riendas de su tierra, de su vida y de la vida de su madre. La pone como foto de perfil en Facebook y sigue la ruta.
De vuelta en el riachuelo, la noticia había llegado: ¡¡¡APROBADA!!! Sin pensárselo dos veces, nuestra heroína tiró el móvil al suelo, se metió en el agua de un salto y empezó a reír y a llorar a la vez. Contenta porque ni ella misma pensó que sería capaz de llevar el curso a buen puerto, tras más de treinta años sin haber estudiado nada, sacando tiempo de debajo de las piedras para no bajar la guardia con «lo suyo». Y triste porque era consciente de que lo hizo para tener «algo» en caso de que hubiese que dejar las vacas y el valle, ya fuera por la salud de su madre, porque se acabe la ganadería o por subsistencia.
Josefina estaba feliz porque volvía a su día a día en la zona de confort, una muy particular, durísima para cualquier urbanita moderno, pero vital para ella. «Su valle», con todo lo que llevaba implícito, era como sus pulmones o su corazón, como ella misma contaba: «A veces, cuando estoy en clase con la mirada perdida a través de la ventana, pienso: “Está cambiando el viento, y tenemos la hierba sin recoger…”».