Fonso de Curriquiella — Crónica veterinaria — Omnivoraz

Fonso de Curriquiella

Una crónica veterinaria de Eneko Jetxanoff.

Me acercaba a Fonso y su apariencia, aceptable en la distancia, se marchitaba paso a paso, a medida que la cercanía me permitía apreciar el implacable paso del tiempo en su rostro. Gruesos y profundos surcos rayaban su cara. Su cabello, negro azabache dos metros antes, era más bien una grotesca masa de hebras y tinte barato, aplicado en grandes cantidades y sin aclarar, que le cubría también la piel de las sienes y parte de la frente. Le alcancé y me dispuse a estrechar la mano que me extendía, oscurecida por el barro, los excrementos de vaca resecados y las larguísimas uñas de luto cerrado. Sonreía con una blanquísima sonrisa apuntalada por una funda dental.

«Tengo una vaca de parto», saludó Fonso. «¿Es muy grande la cría o es que viene mal colocada?», le respondí. Mientras recogía el traje de plástico y el maletín de cirugía del maletero de mi coche, él preparaba un cubo con agua limpia y una pastilla desgastada de jabón Chimbo, decorada con toda suerte de cuerpos extraños a modo de toppings. «Está al caer un chaval al que he avisado para que nos eche una mano», me dijo con su amplia sonrisa. El chaval nunca llegó.

Fonso de Curriquiella — Crónica veterinaria — Omnivoraz

Flashback a dos horas antes. Club de Tenis de Oviedo, noche. Disfruto con unos colegas de profesión de un exquisito menú navideño, cortesía del Ilustrísimo Colegio Oficial de Veterinarios de Asturias, en un ambiente de rigor, protocolo y etiqueta. El conocimiento científico, la investigación, la cultura, la educación, la estética, el oropel, la alta cocina —y también la fachada y la pose— habían dado paso, en una hora de trayecto en coche, a una escena que, a pesar de nutrirse de un fondo común —la medicina veterinaria—, existía en un polo opuesto y a pocos kilómetros de distancia.

Esto era exactamente lo que ocupaba mi cabeza mientras seguía los pasos de Fonso para acceder a la cuadra de la parturienta. Aquello no se podría llamar exactamente cuadra, porque sería como llamar marisco a los palitos de cangrejo. El suelo parecía mullido, ¡pero no! No era mullido, era un sustrato de treinta centímetros de profundidad conformado por heces, orina y paja, extendiéndose como una alfombra por toda la corte. Por suerte iba provisto de unas buenas katiuskas que me mantenían a flote, aunque con cada movimiento corría el riesgo de perderlas para siempre en aquella trampa de arenas movedizas fecales.

Por fin llegamos junto a la vaca. Llevaba ya varias horas de parto y, a pesar de sus setecientos kilos de puro músculo asturiano, sus fuerzas la estaban abandonando, y su vigor y temible carácter habían dado paso a una docilidad canina. Me preguntaba, bromeando, si se debería al agotamiento, o bien a la depresión de encontrarse en semejante trance, hundida en un ambiente viciado por el amoníaco, la penumbra y el calor. Porque sí, hacía muuuucho calor. Una Navidad atípica en el Cantábrico, con vientos del suroeste y más de veinte grados de temperatura a medianoche, que en la cuadra ascenderían hasta los treinta.

Enfundado en plástico metí mano a la parturienta y, tras manipular al ternero convenientemente, lo coloqué en posición para su adecuada extracción. El neonato pesaría unos setenta kilos, así que girarlo y colocarlo dentro del útero y con aquella temperatura fue una tarea laboriosa. Vamos, que estaba sudando la gota gorda. Fonso, que me observaba expectante, nervioso por el incierto futuro de su única fuente de ingresos, también sudaba la gota negra. ¿He dicho negra? Sí, negra. Porque las gotas de sudor procedentes del cuero cabelludo, la frente y el cuello habían disuelto parte de su betún capilar, y juntos descendían por los profundos cañones de sus setenta y nueve primaveras.

Así lo veía yo. Así lo sentía, así lo olía, así lo disfrutaba, así me amargaba y apenaba. Así me compadecía, así me enfadaba, así era mi vida. Una dicotomía entre cultura y supervivencia, entre lo honesto y lo interesado, entre la fachada y la nobleza, entre el romanticismo y el realismo más crudo, entre lo más primigenio y lo más tecnológico. Porque Fonso, tras comprobar que el ternero había nacido vivo y que la madre se encontraba bien, manifestaba en el seno de su miseria —no necesariamente económica— una alegría sincera, una empatía total conmigo que yo compartía pero que, a la vez, se me antojaba lejana, como un sueño o una obra de teatro a cuarenta y cinco watios, difusa, oscura en el duermevela continuo que es la vida del veterinario de guardia.

En su alegría casi incontenible, pues no se esperaba un feliz desenlace, Fonso no me ofreció mi-cuit de pato, champán, Ribera del Duero ni un aire saturado de olores a cuero, cremas hidratantes y tejidos plásticos. Me ofreció un botellín de cerveza, polvorones de serie C, y una gratitud indescriptible que exudaba su mirada, como mi gratitud hacia él.